Opinión

Ninguna persona es ilegal

Por Laura Arroyo Gárate

Comunicadora política. Directora del podcast “La batalla de las palabras”

Ninguna persona es ilegalFoto: AFP

A veces parece absurdo resaltar obviedades, pero en tiempos como estos, hacerlo se vuelve una responsabilidad: los migrantes no somos un problema, somos personas. La crisis migratoria que vivimos a nivel mundial debería observarse y reflexionarse desde ese principio. La crisis migratoria en la frontera del sur del Perú también. Sin embargo, en las noticias de los últimos días que en Perú han cobrado especial protagonismo, esta premisa se encuentra totalmente aislada. Palabras como “irregulares”, “delincuentes”, “papeles” o “seguridad” marcan la agenda. Y, recordemos, las palabras nunca son casualidad.

Sabemos bien los y las migrantes en Europa -en la diana de los discursos de odio- que la militarización de las fronteras nunca es una solución, sino una medida represiva que atenta contra las vidas. Una medida represiva que, además, no disuade en lo absoluto el tránsito de las personas, sino que, al dificultarlo, lo llena de sangre. Estas medidas -externalización y militarización de las fronteras- han convertido al Mar Mediterráneo en una gran fosa común. Un cementerio de agua que debería avergonzarnos pero que, como imaginarán, es una de aquellas noticias que rara vez ocupan portadas. Miles de personas mueren intentando llegar a las costas europeas cada año y en lugar de preguntarnos por sus historias, sus renuncias, sus sacrificios o siquiera sus nombres, los hemos reducido a cifras. A porcentajes. Y, según la extrema derecha, a un problema.

Pasa en las fronteras del sur de Europa al igual que hoy en la frontera del sur del Perú. Son personas que esperan por la posibilidad de transitar en la búsqueda de mejores condiciones de vida para ellos y los suyos. Son personas que escapan de la precariedad. Son personas que ansían acceder a derechos, siquiera el primero de todos, a vivir dignamente. Personas. Nada menos. Lo que ocurre en las fronteras de nuestro país nos recuerda que para el poder político y el mediático que es su principal altavoz, hay vidas que “valen menos”. Por ello propagan discursos que criminalizan a quienes se encuentran en la mayor indefensión. ¿El objetivo? Dividirnos. Preguntémonos: ¿a quién beneficia que nos odiemos entre nosotros y nosotras en lugar de mirar el modelo económico que perpetúa una serie de desigualdades que nos condenan, entre otras muchas cosas, también a la migración?

La estrategia de utilizar a quienes migramos para desviar el foco de atención sobre los problemas estructurales que generan tanto la inseguridad ciudadana como la precariedad de las mayorías sociales es vieja. Muy vieja. Y suele venir de los mismos sectores. De las élites que acudieron a su último recurso para sostener sus privilegios hace ya muchos años: el fascismo. Los fascismos de entreguerras fueron siempre conservadores y recrudecedores de la reacción frente a olas democratizadoras. En otros tiempos, por el contexto político, el fascismo fomentaba el odio hacia un colectivo específico: los judíos. Sabemos mucho de este odio convertido en una política de estado, pero no fue el único. El fascismo alemán e italiano pusieron también al comunismo en la diana de sus políticas de discriminación. El odio como forma de destruir relaciones sociales fue una apuesta estratégica para quebrar el encuentro entre ciudadanos y ciudadanas. Dentro del rótulo “comunista” incluyeron a todas las voces incómodas. No era un tema sólo ideológico, sino estratégico. Era comunista cualquier mujer no sumisa, cualquier hombre trabajador que se sindicalizaba o cualquier joven que leyera a Luxemburgo o Freud. “Comunismo” como rótulo para legitimar la violencia estatal. El terruqueo en el Perú de hoy opera de la misma manera y es igual de perversa.

Como vemos, utilizar a colectivos de personas vulnerables para incentivar el odio es una estrategia muy vieja del fascismo. No es de extrañar que hoy, cuando la extrema derecha se envalentona, volvamos a ver su despliegue. Recordemos la campaña electoral de Donald Trump en las elecciones del 2016 en EEUU. Uno de los pilares básicos de su discurso fue precisamente este: poner el acento en la frontera estadounidense y hacer del muro en la frontera con México no sólo una promesa, sino una advertencia. El muro era la concreción de una forma de construir (destruir) la sociedad. Una frontera discursiva que trazara un “nosotros” y un “ellos” muy específico. Una declaración de intenciones cuyos efectos vimos a nivel mundial en esas jaulas lamentables en las que tuvieron encerrados a niños y niñas por ninguna otra razón que la de nacer en países centroamericanos y viajar con sus familia en busca de oportunidades para vivir dignamente. Sus vidas, sus razones, sus situaciones sociales, su falta de oportunidades nunca formaron parte del debate público. Solo su nacionalidad, su color de piel y su “atrevimiento” al querer migrar.

Hoy en Perú vemos lo mismo pero tampoco es del todo nuevo. Los discursos de odio empiezan con el señalamiento social, luego perpetúan esa discriminación mediante la criminalización desde los voceros de los espacios de poder y, finalmente, amparado con una arquitectura legal creada para ello, se ilegaliza a estos “otros”. El Perú movilizado lo sabe bien desde diciembre. El terruqueo contra quien protesta ha operado con la misma lógica: terruquearlos primero para justificar dispararles después. Es este discurso el que carga las armas y luego dispara el gatillo. El acento lo ponen sobre los cuerpos de quienes protestan y no sobre las razones legítimas de esa acción ni sobre el derecho que tenemos todos y todas a manifestarnos. Una estrategia que genera odio pero también indiferencia. Una indiferencia que mata.

En el fascismo local vemos versiones distintas de esta misma estrategia. Pensemos en Rafael López Aliaga, quien utilizó esta estrategia incluso antes de llegar al Palacio Municipal de Lima. De ese “muerte al comunismo” que luego concretó en un “muerte a Cerrón y a Castillo” ha continuado la criminalización de un “otro” para generar odio. ¿Acaso no fue precisamente lo que hizo al presentar a quienes trabajan como limpiaparabrisas como criminales? La discusión pública dejó de ser sobre la seguridad ciudadana, estrategias para enfrentarla o las razones de la misma, para enfocarse en un colectivo especialmente vulnerable a partir de un hecho aislado que utilizó como anzuelo para este señalamiento. La inseguridad ciudadana -problema que en Lima resulta importante y notorio desde mucho antes de que la migración venezolana fuera siquiera notable- es la excusa para desplegar estos discursos que nunca se quedan en palabras.

El guión no es nuevo ni original. Es el mismo guión calcado de los partidos fascistas europeos. Partidos que, ¡oh sorpresa!, son el gran sostén internacional del gobierno de Boluarte. Esta dictadura se sostiene precisamente en el fascismo local en Lima y el Congreso y el fascismo internacional como vimos en el reciente Foro Madrid desarrollado en Lima. No es de extrañar, por ello, que desplieguen las mismas estrategias políticas y discursivas. El partido nazi español VOX, por ejemplo, enfocó su discurso criminalizador y de odio en los migrantes en España a quienes acusaron de violadores. ¿Para qué? Para no hablar de las políticas de protección para las mujeres frente a todas las agresiones a las que nos vemos expuestas. Es evidente que a VOX no le importan las medidas de igualdad. Resulta perverso que el mismo partido que niega que exista la violencia contra nosotras, utilizara la criminalización de migrantes como su forma de “proteger a las mujeres”. Pero su intención era desviar el foco de atención de su propio machismo. Del mismo modo, Rafael López Aliaga que no hace nada por la inseguridad ciudadana porque ha demostrado ser un gestor menos que incapaz, desvía el foco criminalizando a los limpiaparabrisas para no hablar ni de su responsabilidad como autoridad ni de su incapacidad para hacer frente a la inseguridad ciudadana como problema en la capital. El fascismo haciendo gala de una misma estrategia.

Por ello tampoco es casual que el gobierno de Dina Boluarte -que cogobierna con la ultraderecha peruana- haga lo mismo. Primero, enviando a las FFAA a “controlar” fronteras. Y, después, mintiendo al decir que los delincuentes en Perú son mayoritariamente extranjeros. No hay ningún informe ni prueba que confirme -ni en Perú ni a nivel mundial- que son los migrantes quienes cometen la mayoría de actos vandálicos. Lo dicen para apuntar a las y los más vulnerables y desviar el foco de atención de su incapacidad de gobierno mientras que fomentan que los y las ciudadanas nos odiemos, desconfiemos entre nosotros y, con ello, nos condenemos a la individualidad solitaria. Ellos saben muy bien -nosotros también deberíamos- que el poder popular es invencible cuando se une. Es esa unidad la que están quebrando al sembrar odio.

Los discursos que criminalizan a sujetos vulnerables sólo pueden funcionar en sociedades con incertidumbre. Y esa es su principal ventaja. El modelo que defienden los mismos que pulsan el odio, es el gran responsable de habernos arrebatado las respuestas más vitales. Por ejemplo, un modelo que permite que los capitales privados hagan negocio con los derechos nos condena a la incertidumbre sobre lo que podría pasar si en algún momento algún ser querido se enferma. Lo vimos en la pandemia. Hubo quienes pudieron acceder a camas UCI pagando miles de soles por ello. Hubo muchos que ni pudieron guerrear contra el virus. Del mismo modo, un modelo que permite que los grandes millonarios o las empresas con grandes sobreganancias paguen los mismos impuestos que quienes menos tienen o que pequeñas empresas que no generan tantísimas ganancias -muchas quebraron en la pandemia- condena a que el Estado siempre recaude menos de lo que podría recaudar si la fiscalidad fuera justa y, por tanto, que tenga menos recursos para invertir en garantizar derechos para todos y todas.

La incertidumbre es una moneda con dos caras. Una cara es la del miedo. El miedo por no saber cómo garantizaremos mañana que nuestras hijas reciban educación de calidad en la escuela o nuestros abuelos tengan una jubilación digna con una pensión que así lo permita. La otra cara es, ya lo imaginan, el odio. Y ese odio es alimentado por los voceros de discursos discriminadores para que en lugar de preguntarnos por qué no podemos garantizar derechos para las mayorías, nos enfoquemos en odiar a quienes, al igual que todos nosotros, son víctimas de este mismo sistema. La competencia más perversa entre el penúltimo y el último de la cadena mientras los grandes beneficiados de las desigualdades siguen tranquilos viendo cómo nos peleamos “por abajo”. De ahí que cuando algunos peruanos ven a un venezolano trabajar lo primero que dicen es “le ha quitado el trabajo a un peruano” en lugar de indignarse con el jefe que le paga menos de la mitad de lo que antes pagaba a un peruano y sin brindarle ningún derecho laboral. ¿Por qué el enfado con el vulnerable y no con quienes se lucran aprovechando esa vulnerabilidad? Las personas no aceptan condiciones de abuso porque seamos tontas. Las aceptas cuando no tienes otra opción y el gran capital siempre se beneficia de esa situación de vulnerabilidad para generar más ganancias vulnerando a los y las trabajadoras indistintamente de dónde nacimos.

Lo que ocurre en la frontera con Chile está mostrando la inhumanidad de quienes nos gobiernan. Desde los espacios de poder utilizan a quienes están en mayor vulnerabilidad para que no hablemos del tema de fondo: la precariedad, la pobreza y las condiciones que llevan a alguien a migrar y seguir haciéndolo. En este sentido, hay que decir que resulta lamentable que en Chile Gabriel Boric haya cedido a este mismo discurso criminalizador al abrir las puertas a la represión en la frontera. Al fascismo no se le debate, se le combate. Y ya sabemos bien en Perú lo que ocurre cuando se les concede siquiera un paso adelante. Lo vimos con el LUM hace algunos años y lo volvimos a ver en diciembre con la asunción de Boluarte al poder. Retroceder en dicho camino y plantear soluciones bajo el paraguas del respeto de los derechos humanos es clave. Y para ello toca sacar de la mesa las palabras “delincuente” o “problema” y abrir el espacio para salidas regionales que permitan los tránsitos y garanticen el cuidado de quienes migran. Asimismo, toca hablar más de condiciones de vida de los y las migrantes que generalmente se ven enfrentados a una burocracia abusiva que los condena a esa otra palabra terrible que es “irregularidad”. Palabra que se ha hecho más perversa ahora que desde espacios de poder se hace una sinonimia entre “irregular” y “delincuente”.

En el caso peruano, además, hay un absurdo adicional que toca señalar: es más que ingenuo creer que Dina Boluarte podrá conseguir alguna solución en colaboración y alianza con otros países de la región después de haber aislado al Perú por motivos políticos al quitar embajadores o declarar personas non gratas a representantes políticos de países vecinos. También en este tema resulta evidente que lo mejor para el país y nuestra gente es que renuncie de una vez.

Boluarte usa la política del odio para cubrir su ingobernabilidad manifiesta. No lo permitamos. Las vidas importan. Los migrantes no somos un problema, somos personas. No dejemos que los grandes responsables se laven las manos desviando el foco de atención. Para ello toca decir obviedades que estos días parecen menos obvias. Cerremos este texto con una: ninguna persona es ilegal.