Opinión

Muerte de Betty Davis en una calle de Surquillo

Por Ronald Vega-Pezo
Muerte de Betty Davis en una calle de Surquillo

I

Para llegar al colegio caminaba por el jirón Dante hasta González Prada y volteaba a la derecha en la esquina donde quedaba una pollería que se incendiaba tres o cuatro veces al año, luego seguía hasta la calle Santa Rosa y volteaba a la izquierda en la esquina de la panadería; el colegio, que llevaba un número por nombre, estaba al final de la calle.

La única casa con jardín delantero en toda la ruta se encontraba entre la pollería y la panadería. Cada mañana estaba ahí la misma mujer, overol florido y blanca cabellera al viento, regando las rosas, cambiándoles la tierra, hablándoles como si se tratara de personas a quienes llamaba por su nombre. La primera vez que me detuve a conversar con ella me recibió con una sonrisa en la que cabía completo el paraíso. Su mirar tenía un brillo particular, como si en algún momento de su vida hubiese sido testigo de algo insólito, especie de inefable milagro del que, con el tiempo lo sabría, había sido parte.

Comencé a salir más temprano por la mañana para detenerme en su presencia, al volver del colegio la encontraba esperándome en la puerta de su casa con un bocadillo, que ella misma preparaba, con el que me invitaba a quedarme un rato a escucharla, siempre en el jardín, hablarme de su vida. Supe por ella que se llamaba Beatriz, que había llegado de España hacía ya muchos años y que conoció al poeta César Vallejo, datos que por entonces me tenían sin cuidado, pues estaba seguro que España era el nombre de una plaza del centro de Lima, y Vallejo el de un paradero del micro que tomábamos todos los domingos para ir de visita a casa de los abuelos.

Por mis padres, a quienes había llegado la noticia de mis encuentros con aquella mujer, supe que vivía encerrada en su casa, que en el barrio la tenían por loca y que la conocían como doña Betty, la española.

II

Por entonces andaba de moda una canción cuyo disco, cual mensajero del tiempo, acaba de llegar a mis manos por vez primera. Sentada en el sofá, recta la espalda, caídos los brazos, las manos vencidas entre las piernas, Kim observa la cámara consciente de la presencia del hombre que tras ella cierra la ventana. Tal vez ignore que está armado.

Es un día luminoso. Del otro lado de la ventana puede verse un jardín con flores amarillas. El sol da directo al hombre que, seguro de tener la situación bajo control, parece tomarse su tiempo en lo que hace. Lo que sigue no es difícil de imaginar. Son, sin duda, los minutos previos a un interrogatorio con consecuencias. La víctima, que porta en sí el nombre de las millones de mujeres torturadas en el mundo, se llama Kim, Kim Carnes, viste un overol florido muy parecido al que solía llevar Betty la española, e interpreta aquella canción tan de moda por esos años, Bette Davis Eyes.

III

Era sábado, lo recuerdo porque no llevaba uniforme. Al voltear en la panadería hacia González Prada, vi gente a la altura de la casa; conforme me acercaba, varios vecinos con paso apurado salieron a mi encuentro, ordenándome que cruzara a la acera de enfrente. Lo mismo hicieron con los otros niños que a esa hora salíamos del colegio.

Frente al jardín, sobre la acera, yacía el cuerpo. No hacía mucho que había sucedido. La blanca cabellera esparcida sobre el pavimento, el overol florido y el plato con bocadillos derramados por el suelo me impulsaron hacia ella con todas mis fuerzas, pero fui interceptado por uno de los vecinos, que a empujones me devolvió a la acera. Le dije que solo quería tomar una de las rosas del jardín, no me escuchó.

Al pasar por la pollería sentí olor a quemado.

Como era de esperarse, al día siguiente la noticia salió en los periódicos: “El cuerpo sin vida de Beatriz Medina Soria, setenta y dos años, ciudadana española con más de cuarenta años de residencia en el Perú, fue hallado ayer al mediodía frente a su vivienda en el distrito de Surquillo. Aunque vecinos y testigos del hecho hablen de una muerte natural, las investigaciones no descartan la posibilidad de un crimen. Medina Soria había llegado al Perú en 1938…”

Mamá, acariciándome la cabeza, pregunta cómo me siento; Papá deja el periódico sobre la mesa, quiere saber si tenemos todo listo para ir a casa de los abuelos, prende la radio.

“...all the boys think she’s a spy. She’s got Bette Davis eyes…”