Opinión

Misión imposible

Por Alfredo Quintanilla

Psicólogo

Misión imposibleFoto: El Peruano

Cuando el grupo de alto nivel de la OEA llegue a Lima por encargo de su Consejo Permanente para analizar in situ la situación de nuestro país, millones de peruanos estarán pendientes de los partidos del campeonato mundial de fútbol, más que de sus conversaciones. Difícil encargo el que tienen los cinco cancilleres porque, por un lado, vienen a mostrar la preocupación del continente entero por el entrampamiento político peruano, pero -por otro- no pueden sugerir una ruta de salida, sino motivar a los actores a buscarlas, cuando durante meses de meses viven enfrentados y sin ganas de sentarse a conversar cara a cara y menos a ceder un centímetro en sus posiciones.

Seguramente los cancilleres ya saben que la crisis presente -bajo la forma de una lucha entre ejecutivo y legislativo- comenzó hace seis años, cuando los perdedores no reconocieron los resultados electorales del 2016 y que, aunque no pudieron usar como pretexto la ineptitud del gabinete (calificado como un dream team), sí fueron las sospechas generadas por los efectos continentales del escándalo Lavajato las que hicieron renunciar al presidente Kuzcynski. Esas contradicciones políticas, agudizadas por la pandemia, trajeron abajo la gobernabilidad hasta los extremos que se hemos visto y vivido en los últimos quince meses.

La lejanía del ciudadano no es extraña, pues desde siempre las grandes decisiones se toman en las alturas sin considerarlo y sólo es consultado cada cinco años para que emita su voto. Irónicamente, tras la consulta del año pasado, una parte de la mitad perdedora desconoció los resultados y buscó el respaldo de OEA. La intransigencia de algunos, no otorgó, como las normas democráticas no escritas mandan, la tregua de cien días, para que el presidente Castillo pudiera organizar su gobierno y formular las reformas que prometió en la campaña de la segunda vuelta. Al cumplir su primer mes, presionado por las fuerzas armadas despidió a su ministro de Relaciones Exteriores y su ministro de Trabajo fue censurado por el Congreso. Desde esa oportunidad, los intransigentes no han cesado en su propósito de cortar cuanto antes el mandato del elegido.

Es verdad que el nuevo gobierno desde temprano dio muestras de una ineptitud e inoperancia jamás vistos, y peor aún, varios de los altos funcionarios están comprometidos en delitos investigados por la Fiscalía desde el comienzo de su gestión, en una de cuyas diligencias fue descubierta una inexplicable cantidad de dinero en efectivo en la oficina del Secretario General de la Presidencia.

Hay un continuum en la actuación del ala intransigente de la oposición parlamentaria que va hasta la presentación de la tercera moción que declare la vacancia de la presidencia. Pero hay que convenir, también, en que esa conducta ha sido motivada y alimentada por las decisiones del presidente al nombrar a personas no aptas para el desempeño de elevados cargos de gobierno, incluyendo a un ministro de Agricultura envuelto en dos casos de homicidio, el nombrar a un primer ministro por tres días o el despido de los pocos que tuvieron un reconocimiento de diversos sectores.

El gobierno pide diálogo, pero nunca convocó al Acuerdo Nacional, solo una vez al Consejo de Estado y ha conversado con las bancadas parlamentarias afines, en contadas ocasiones. Y aunque nombró a algún ministro de un signo ideológico diferente, no fue suficiente para formar un gobierno de ancha base como el que prometió. Inclusive, despreció el ofrecimiento de la Iglesia Católica que tuvo una iniciativa concertadora, con el lenguaje agresivo del primer ministro Torres, que no ayudó ni ayuda en nada a su gobierno ni a normalizar las relaciones entre los poderes del Estado.

Pero los errores y deficiencias de un gobierno no pueden determinar el accionar de un poder legislativo. No puede funcionar un parlamento con una mayoría concentrada en la vacancia de la presidencia desde el primer momento, menos con el desprestigio que tiene, con tránsfugas que dividen bancadas, con un congresista acusado de haber violado a la secretaria de su despacho o pendientes por la agenda fijada por una prensa que tiene una mirada sesgada y vive cegada por la búsqueda del enfrentamiento como espectáculo y no necesariamente en ayudar a encontrar puentes y salidas.

¿Cuál ha sido la responsabilidad de la gran prensa en la crisis? ¿Quién le pide cuentas? Su responsabilidad ha sido su toma de partido desde que terminó la primera vuelta electoral en abril del año pasado. Su falta de objetividad carga de sospecha sus investigaciones sobre la corrupción gubernamental. Al dar la palabra y la imagen a los extremistas es responsable de alimentar un clima de intolerancia que puede afectar el futuro de la democracia y del Perú. Un clima de intolerancia que ha tensado tanto el ambiente que hasta despreciaría la conseja de “a enemigo que huye, puente de plata.”

Sin embargo, una mirada objetiva al sector minoritario de la prensa que no fue arrastrada por el tremendismo que ha polarizado a la sociedad, descubrirá que, hoy por hoy, esos periodistas independientes también exigen la salida del presidente.

Luego de tantos empates electorales, el sistema político de partidos “cascarón” y frágil ciudadanía, no aguanta más. El Perú está al borde de la ruptura del orden constitucional y por eso la alarma de la OEA. El Perú no es España, Bélgica o Italia que pueden permanecer meses con gobiernos de transición en situaciones de emergencia, pero que siempre vuelven civilizadamente a los cauces constitucionales. Esa ruptura puede llevar a un gobierno de facto, autoritario, que arrase con las libertades individuales, y lo que es peor, absuelva a los tiburones de la corrupción del pasado y condene a las pirañas del presente.

Los pesimistas opinan que se ha llegado a un punto de no retorno y que ya no hay condiciones para el diálogo porque no hay algo que se parezca a una pálida autocrítica de parte del gobierno y de parte de la mayoría congresal o de fiscales y jueces que también se han convertido en actores políticos.

No parece que haya posibilidades de un pacto semejante al de Punchauca entre el general San Martín y el virrey La Serna, o a aquel que puso fin a la guerra civil de 1894-95, porque nadie está dispuesto a ceder nada. El Perú ha tenido demasiados años de barbarie, como el que pintó Guillermo Thorndike en su novela sobre el año 1932. No existe la costumbre de los regímenes parlamentarios europeos donde es común el diálogo, la negociación, los acuerdos. Aquí, desde los años 90 es un pecado mentar la palabra “negociación” en política. Y aunque la sucesión constitucional prevista en caso de vacancia manda que la vicepresidenta se haga cargo, a ella se pretende descalificarla por una nimiedad administrativa.

Lo peor de todo esto es que un régimen dominado por cualquier extremismo –con o sin representación parlamentaria- querría desaparecer, liquidar, anular la participación política de sus adversarios. El grupo de alto nivel lograría en parte su misión si consiguiera que los políticos se convencieran que no puede haber estabilidad y progreso en una sociedad si ellos no se aceptan con sus diferencias, aunque éstas puedan parecer totalmente incompatibles. Está por verse si será posible.

Es posible que los comisionados de la OEA esperen escuchar propuestas de salida, pero es probable que haya más críticas a la otra parte, recriminaciones, justificaciones y ninguna autocrítica o disposición a ceder. A estas alturas, la lucha por el poder se ha tornado descarada, cruda y sin eufemismos. De las causas de la crisis ya se han ocupado y seguirán ocupándose los académicos; de las responsabilidades se ocupan todos porque es un deporte nacional echar la culpa al otro; de las salidas realistas muy pocos se ocupan, tal vez los diplomáticos y algunas pocas cabezas sensatas en medio de un clima crispado.

A lo mejor la pasividad e indiferencia de las mayorías sea aparente, detrás de una expectante espera que se definirá en algún momento de un futuro cercano. Por ahora, padecen las consecuencias de la pandemia y de la guerra de Ucrania, es decir, la parálisis económica y el empobrecimiento masivo, la amenaza de una recesión mundial, la sostenida inflación. Tal vez sienten que no es legítimo cortar el mandato del ungido por la mayoría electoral, porque las manos de los que acusan también están sucias o que, si el presente es malo, sospechan que el futuro puede ser peor. Eso explicaría que se incremente paulatinamente la ola con el reclamo ciudadano de que se vayan todos los políticos, porque no se ve un auténtico esfuerzo en ambos lados de buscar soluciones a los álgidos problemas que lo golpean.