Opinión

Los horrores de la guerra y las memorias lacerantes

Por Gustavo Montoya

Historiador

Los horrores de la guerra y las memorias lacerantes

El Centro de Documentación e Investigación (CDI) del LUM, acaba de editar seis volúmenes de Narradores de memoria, que es el inicio de una serie que se propone recuperar y poner a consideración de la sociedad civil, testimonios vivos y lacerantes de las víctimas de la época del terror. De la lectura de estas primeras entregas, se puede colegir toda la magnitud del costo emocional de los deudos de las víctimas y, sobre todo, de los sobrevivientes. El proyecto que tiene entre manos el LUM, posee un amplio y complejo propósito de ensayar la urgente pedagogía del consuelo que demanda a gritos este país a medio hacer. De las múltiples lecturas que sugieren estos iniciales textos, me gustaría llamar la atención sobre las implicancias de la ausencia ontológica, la memoria del horror y la naturaleza del dolor colectivo.

El desafío es razonar una época sobre la que existe un triple velo. Hasta cierto pudor entre los principales actores y ejecutores de la violencia, hasta considerarlos como inimputables. Pero también, la tentación del olvido y con ello, la acumulación del conflicto siempre en latencia, la contemplación neutral que induce a desentenderse de uno de los períodos más violentos de la época republicana. Y la resignación hacia toda forma de reparación social y pública.

La ausencia de un familiar por efecto de la violencia política también puede trocarse en su complemento sustantivo; esto es, una presencia fantasmal que golpea con método y sin pausa el recuerdo del trauma padecido, y por esa vía, el desasosiego cotidiano. Un vía crucis que no deja de aullar hasta convertirse en una seña, un tipo de soledad que agobia y corroe las fibras íntimas del que la asume. Para miles de peruanos y peruanas que hacen parte de las mayorías sociales pobres del país, tal experiencia puede ser una maldición. Incomprensible, absurda y hasta innombrable. Siniestro. Son también en cierto sentido víctimas ocasionales de sus propias memorias. Ahí radica una de las complejidades que abre la publicación de estos textos. Sacar a la luz episodios, hechos y eventos cuya naturaleza aún sigue siendo indescifrable y hasta incomprensible para las víctimas.

No es difícil deducir que de tales consideraciones, se puede pasar a razonar y cuestionar que tipo de sociedad, o comunidad se ha ido gestando entre los peruanos como para que se haya desplegado desde el Estado, una violencia sistemática y asumida por sus ejecutores como parte de su cotidianeidad burocrática. También estamos ante un proceso de transición, con todas las implicancias que tal situación demanda. Una transición porque, los que viven la ausencia, ese vacío ontológico familiar o amical, deben, o tendrían que avizorar alguna forma de desenlace. El perdón podría ser uno de ellos; como también la venganza o la ira justificada. Nada está garantizado cuando los desastres y horrores de la guerra siguen deambulando.

La memoria del horror también está implícita en los testimonios que nos ocupan. Se trata nuevamente de ingresar a esas zonas peligrosas y altamente sensibles al miedo, que serían la estabilización del horror, de la inseguridad afectiva y sus secuelas. Si bien todo esto ha sido razonado y discutido a partir del informe de la CVR, queda pendiente llevar adelante programas de terapia y reparaciones colectivas. Exorcizar el fantasma del horror institucional. No se trata de cuestionar el monopolio legítimo de la violencia que le asiste al aparato estatal, se trata de calibrar justamente tal monopolio. Con los Narradores de memoria, uno también podría preguntarse, ¿cuál es el sentido común del ciudadano de a pie en relación a las instituciones de seguridad; la policía y las fuerzas armadas?

Por los testimonios recuperados, se trata de relatos de horror, donde el atropello, la impunidad y la arbitrariedad llegó a cobrar una autonomía límite, peligrosa y recurrente. La tortura, las amenazas de muerte, el vivir en zozobra y esa ansiedad ante la inevitabilidad del espanto fueron elementos constitutivos del conflicto armado interno; que a fin de cuentas puede convertirse en un eufemismo para no nombrar a las cosas por su nombre. Y estos textos son justamente los que vuelven a poner sobre la mesa tales anomalías. Esas relaciones espontáneas que posee la memoria y que a veces derivan por parajes peligrosos, podría dar lugar a equívocos, o peor, a la reiteración del horror. Esa atracción al abismo que anuncia el fascismo social ya en curso.

Sobre el dolor colectivo hay mucho, y realmente mucho por decir y denunciar. Si se repara en su dimensión social, estamos ante sociedades habituadas a su condición sub desarrollada, de atraso, casi de barbarie, donde el dolor y el sufrimiento hacen parte de sus estructuras más íntimas. Un estigma. Los valores sociales incluyen esa dimensión del dolor que también es producto de la pobreza material y subjetiva. Como si dijéramos que unos nacen para sufrir, cual peregrinos condenados de antemano. La idea del providencialismo no es ajena a este tipo de consideraciones. Y todo esto ocurre en una sociedad que ha sido formalmente organizada bajo los marcos constitucionales modernos y preceptos republicanos. Las leyes y las costumbres enfrentadas. Divergentes.

La búsqueda de justicia es otro elemento constitutivo presente de las Memorias. Ese deambular por oficinas y sedes del sistema de justicia, y quizás lo más lacerante, cierta indolencia ante la orfandad ética y moral de los encargados de reparar el abuso de poder, la arbitrariedad y el atropello. La justicia termina desfigurada por un sistema que parece funcionar por encima de las voluntades humanas. La corrupción, el dolo y el relajo sistemático no hacen sino abonar cierta perplejidad, entre quienes buscan reparaciones. La impunidad es la otra cara de lo que se señala. Por ejemplo, la angustiosa pregunta que los padres de Martín Roca formulan: “¿a dónde te llevaron?”.

Llamar la atención que las bases documentales de las que se nutre esta publicación, gracias al enorme y prestigiado trabajo de recopilación llevado adelante por la CVR, solo es comparable a la Colección Documental de la Independencia del Perú. Dos memorias documentales del tipo de Estado realmente existente, y de las fisuras que desde hace dos siglos, estremece a los peruanos. Si la guerra es parte constitutiva de las comunidades organizadas en el tiempo, habría que empezar a sacar lecciones de tales fenómenos.

La publicación de Narradores de memorias, es quizás otra oportunidad que nos permita volver a mirarnos en ese espejo difuso que es nuestra reciente historia contemporánea. Llena de agujeros y de procesos a medio hacer. Las víctimas del fuego cruzado que fue esa guerra aparecen como los vencidos. Es una forma de manipular el miedo social, tan certero para aplacar cualquier modalidad de pensamiento crítico. O lo que es casi lo mismo, bloquear la autonomía. De ahí, solo queda un paso a la simulación. A esa rechinar los dientes en silencio, aguardando cualquier oportunidad, casi al acecho, y dar rienda suelta, una vez más al resentimiento. La ira social y la tensión ideológica, tan recurrente en esta república agrietada que tenemos.