Opinión

Las dos crisis

Por Cynthia Cienfuegos

Gestora Cultural

Las dos crisisFoto: Noticias SER

En Perú hay dos crisis. Una es la que vemos en las calles desde diciembre de 2022, a raíz del fallido golpe de estado de Pedro Castillo y su posterior captura. Son protestas y demandas sociales que reflejan el hartazgo de la población hacia una clase política que ha institucionalizado la corrupción, la impunidad y ha elegido proteger sus intereses por encima del bienestar y los sentires del pueblo. Las medidas autoritarias y la pésima gestión del conflicto han dado lugar a un gobierno de represión y abuso desmedido que le ha costado al Perú – hasta la fecha – más de cincuenta compatriotas muertos, entre ellos menores de edad, campesinos, agricultores, estudiantes, un efectivo policial y trabajadores, en su mayoría, del sur del país. Después de más de cuarenta días de iniciadas las protestas, las cuales han ido escalando en violencia y radicalización, el gobierno se ha quedado sin legitimidad ya que no ha asumido ninguna responsabilidad política por las vidas perdidas, mientras los congresistas han dejado expuestas sus intenciones de aferrarse a su cargo, aunque solo gocen del 9% de aprobación, según la última encuesta realizada por el IEP. Esto, sumado a la criminalización de la protesta y a la campaña del terruqueo contra los manifestantes, han exacerbado el dolor y la indignación ciudadana en las regiones, que hoy exigen la renuncia de Dina Boluarte, el cierre del congreso, el adelanto de elecciones en un plazo inmediato (2023) y – cobrando cada vez más fuerza – una nueva Constitución, a través de una Asamblea Constituyente.

Pero hay otra crisis. Una histórica y estructural que se ha ido alimentando de décadas de desigualdad, exclusión y olvido hacia las comunidades campesinas, indígenas, rurales que son las más empobrecidas del país. Son ellas las que hoy salen a protestar y que han encontrado en las calles un espacio de reivindicación de sus derechos individuales y colectivos, de su integridad y de su identidad cultural. La crisis expresa la eterna división entre la élite y la clase política limeña, y las regiones. También muestra el racismo, la discriminación y los discursos de odio normalizados y ejercidos desde los espacios de poder, desde las instituciones y desde los medios de comunicación. A esto se suman las reacciones y los silencios ante las más de cincuenta muertes que viene dejando esta jornada de violencia, evidenciando – una vez más – que el dolor ante la pérdida de un peruano y de una peruana depende de quién sea la víctima y de su lugar de procedencia. Y finalmente es la polarización ciudadana que no nos permite comprendernos en la diversidad, generar consensos y tener una lectura más amplia de las realidades que atravesamos. Hoy se ve con claridad la fractura social que no hemos sabido abordar y mucho menos reparar en más de doscientos años de vida republicana. La violencia que hoy vivimos también es cultural. También es racista. La salida a la crisis y la reparación política, social y emocional como país será un camino largo y complejo.

Según el informe Análisis del discurso político y mensajes polarizadores en redes sociales, realizado por Transparencia, Ama Llulla y EMonitor+, en el marco del estallido social (2023), de un total de 14,456 publicaciones revisadas, pertenecientes a cuentas de carácter público, 34 contienen discursos de odio y contenidos violentos hacia los manifestantes. Asimismo, el informe muestra también que la afiliación ideológica y la ascendencia racial son dos de los principales motivos de los discursos de odio y de los niveles de toxicidad en las publicaciones consultadas.

Se ha apelado al diálogo y a tender puentes entre el gobierno y la ciudadanía como una solución urgente al problema. Sin embargo, es el diálogo entre ciudadanos el que debemos promover y priorizar también. Hoy nuestra democracia ni siquiera es débil. Está rota. Agrietada. Resquebrajada. Sin embargo, una sociedad que se hace llamar defensora de la misma debe mantener, aún en las diversidades y diferencias políticas, un consenso mínimo donde se proteja y respete la vida y los derechos fundamentales de todos y todas, donde se condene la violencia y la represión venga del lado que venga, y donde se reconozcan (aunque no se compartan) las demandas y luchas legítimas de los actores sociales en los distintos territorios.

La salida al estallido social contemplará medidas y decisiones de urgencia. Pero la solución al problema de fondo es de larguísimo aliento. Más importante que cualquier reforma y que cualquier gesto político de corto plazo, repensarnos y reconciliarnos como sociedad es quizá el paso más importante para comprendernos, reconocernos e iniciar un camino consensuado hacia la recomposición de nuestra democracia y gobernabilidad.