Opinión

La presidenta "misti", el titiritero y el descontento campesino-indígena

Por Ramón Pajuelo Teves

Investigador del Instituto de Estudios Peruanos. rpajuelo@iep.org.pe

La presidenta "misti", el titiritero y el descontento campesino-indígenaFoto: Presidencia de la República

I

Dina Boluarte desapareció públicamente desde la noche del lunes 9 de enero, el mismo día en que graves enfrentamientos ocurridos en Juliaca dejaron un nuevo saldo violento con muertos y heridos. Dos oleadas de protesta -la primera en diciembre pasado y la segunda después de una tregua de navidad y fin de año- han sacudido a las regiones del Sur andino (Apurímac, Ayacucho, Puno, Cuzco y Arequipa, sobre todo). La respuesta del Estado ha sido una brutal represión militarizada, que ha ocasionado aproximadamente medio centenar de muertos y más de quinientos heridos. La gran mayoría de las víctimas eran civiles de las regiones mencionadas, en buena medida jóvenes y que pertenecían a una extensa franja de sectores populares residentes en las ciudades y el campo, de raigambre andina, provinciana, “chola” o mestiza e indígena. La geografía de la protesta no constituye un dato casual. Los datos sociales de los protestantes y muertos tampoco.

Ese fatídico 9 de enero, mientras miles de manifestantes movilizados hasta los alrededores del aeropuerto de Juliaca se enfrentaban con policías y militares, en Lima la presidenta Boluarte presidía una reunión del Acuerdo Nacional. La noticia de las muertes que estaban ocurriendo en Puno obligó a la suspensión de dicha reunión. Hace rato el Acuerdo Nacional se asemeja más a un reencuentro periódico de personajes notables con escasa representatividad social efectiva. El Perú es un país en el cual los tejidos sociales y organizativos han sido deteriorados hasta el límite. En ausencia de verdaderas vías de representación política y social, muchas instituciones languidecen, permaneciendo apenas como cascarones útiles para las pantallas. Los partidos políticos, de otro lado, han terminado siendo redes de poder ligadas a caudillos/propietarios, con mayor o menor presencia territorial, que se activan sobre todo alrededor de las elecciones. Algunos no tienen reparos en mostrarse como empresas electorales, que exhiben el salto hacia la arena política de negocios particulares exitosos. Así, en gran medida los cargos públicos electos resultan más nominales que reales: son el oropel de prestigio e influencia política que redondea el éxito personal, familiar o de grupo.

En medio de la crisis, el gobierno decidió convocar al Acuerdo Nacional como si ofreciese la garantía de un diálogo representativo entre los diferentes sectores del país. Los momentos de extrema gravedad social y política requieren medidas audaces y concretas. Recuperar la política. Instaurar espacios y mecanismos de verdadera negociación de intereses y expectativas. También necesitan legitimidad, o al menos una voluntad auténtica de recuperarla o construirla de manera democrática. Esto se halla lejos de la agenda de un gobierno jaqueado, que a estas alturas se muestra más interesado en permanecer gracias al respaldo de sus aliados políticos del Congreso y, desgraciadamente, también gracias al uso desmedido de la fuerza.

Luego del fracaso de la reunión del Acuerdo Nacional, a Dina Boluarte se la tragó la tierra. Reapareció cuatro días después, el viernes 13 de enero, para juramentar a tres nuevos ministros -dos de ellos renunciantes por su propia voluntad- y brindar un mensaje a la Nación difundido en horas de la noche. Previamente se multiplicaron los rumores. Se voceó que renunciaría, que iba a confrontar al Congreso, o que anunciaría un cronograma de transición política con plazos y acciones urgentes. Poco antes de la hora señalada para el mensaje, una radio de amplia difusión nacional mencionó que la actividad de su escolta indicaba que la presidenta ya no se encontraba en Palacio, deslizando así la posibilidad de su renuncia. Cualquiera de las tres opciones mencionadas hubiese ayudado a calmar las aguas del estallido social que ha colocado al gobierno en una situación endeble. Sin embargo, el esperado mensaje con el cual la mandataria decidió reaparecer, apenas demostró la falta de una real voluntad de enmienda. En vez de renunciar o anunciar medidas políticas eficaces, ratificó su permanencia y el recurso a la represión estatal como forma de manejar las protestas. Se trató de una alocución relativamente extensa, pero cargada de los mismos contenidos que Boluarte había manifestado anteriormente.

Lejos de un mensaje sincero dirigido a todo el país, pero principalmente a sus opositores, a las familias de las víctimas y a quienes se hallan movilizados exigiendo su renuncia, Boluarte escenificó un guiño discursivo dirigido básicamente a sus aliados. Un pedido de perdón expresado en lenguaje condicional, totalmente desprovisto de acciones concretas para evitar impunidad y ni siquiera acompañado de alguna declaración de responsabilidad política, fue todo lo pudo ofrecer a fin de restaurar la paz social que tanto pregona buscar. Contrariamente a ello, lo que Boluarte hizo fue renovar amenazas, repetir acusaciones mentirosas y, al fin y al cabo, ratificar el uso de la fuerza represiva como vía de acallar las protestas. La medida de reforzar las oficinas destinadas al seguimiento de las decenas de mesas de diálogo instaladas debido a los conflictos sociales, no pasa de ser una ineficaz receta de talante tecnocrático, cuando lo que la gravedad de la situación requiere son decisiones capaces de conducir el momento de crispación social hacia un escenario político distinto. La cereza del pastel que acompañó el mensaje, fueron las alusiones al futuro juicio de la historia en torno a la certeza y corrección de su rol como presidenta. No es cierto. Nadie puede predefinir los términos en los cuales la historia rememora el pasado, permitiendo edificar memorias colectivas (en plural) que siempre resultan cambiantes. Algunas verdades tangibles funcionan como pivotes de esas historias y memorias. La que se asociará al recuerdo de Dina Boluarte, es la muerte de aproximadamente cincuenta ciudadanos asesinados debido al uso desproporcionado del poder estatal.

II

Anteriormente, Boluarte brindó otros mensajes y declaraciones similares, buscando victimizarse y lavándose las manos, como si no tuviera a su alcance mayor margen de juego, y no hubiese pactado una sucesión con la derecha congresal que, en el fondo, la aborrece. Recurriendo al uso del quechua, Boluarte pensó que mucha gente la consideraría una mujer andina indígena, una apurimeña indefensa, una víctima de las circunstancias que apenas requiere un margen de tiempo para demostrar capacidad de gobierno. Buscó proyectar sobre sí misma, sin conseguirlo de ninguna manera, la imagen que tiene sobre sus propios paisanos apurimeños quechuas e indígenas: supuestos seres inocentes desprovistos de raciocinio y, en el fondo, manipulables. Una versión patética del viejo sentido común, cargado de estigmas racistas, que durante mucho tiempo ha legitimado la dominación étnica en las zonas de amplia población indígena del Perú, como es justamente el Sur andino. Sin embargo, los campesinos quechuas y aymaras, hoy como ayer, saben reconocer de inmediato a aquellos que pretenden engañarlos, utilizando inclusive su propio idioma originario. La frontera de la distinción social entre nosotros y ellos, en gran medida sigue empalmándose con otros ingredientes que no son estrictamente étnicos, pero definen la pertenencia y trazan los límites de la confianza cotidiana. Reconocida inmediatamente como una misti -palabra que designa entre los campesinos quechuas a quienes no lo son, pero además se consideran superiores y buscan aprovecharse de esa condición- Boluarte terminó enviado un mensaje contrario al que buscaba. Una presidenta misti buscando engañar y manipular, calza perfectamente con la imagen de una mandataria traidora, que se encaramó en el poder mencionando que se quedaría en Palacio de Gobierno hasta el 2026.

El día de los luctuosos sucesos de Puno, mientras Boluarte se hacía humo las cifras sobre la cantidad de muertos y heridos se incrementaban de hora en hora. Al final se contaban diecisiete fallecidos y decenas de heridos. También se supo que murieron un bebé cuya ambulancia no pudo llegar a su destino, y un policía salvajemente golpeado y quemado vivo en su vehículo de servicio. Al final, quien salió a hablar en nombre del gobierno fue el premier Otárola, acompañado de algunos ministros. Su declaración evidenció el cinismo y arbitrariedad gubernamental que ahora vemos reflejados en las cifras de víctimas. Lejos de asumir cualquier responsabilidad política, Otárola describió una protesta manipulada por grupos violentistas y supuestos intereses extranjeros. Como prueba de ello, señaló que los vehículos utilizados para el traslado de los campesinos -las llamadas combis y cústers, así como camionetas y camiones- habrían sido financiados por el narcotráfico. Vociferante, llegó al extremo de amenazar a los opositores al gobierno, mencionando que no les dejarían trasladarse hasta Lima (pues se encuentra anunciada una “Marcha de los Cuatro Suyos” similar a la que contribuyó a derrocar a Fujimori).

Al día siguiente, el propio Otárola y su gabinete se trasladaron desde Palacio de Gobierno al Congreso en una cúster. Temerosos de caminar las pocas cuadras que distan entre ambos recintos, prefirieron guarecerse en uno de esos vehículos, generalmente de fabricación china, que se utilizan de forma masiva en diversos lugares del país, pero especialmente en el altiplano puneño de habla quechua y aymara. No es nada difícil movilizar centenares de combis y cústers, así como camiones que hacen parte de la vida diaria de las poblaciones campesinas e indígenas de las regiones surandinas. No solo hacia Juliaca, sino también hacia Puno, el trágico lunes 9 de enero se vieron hileras de cientos de tales vehículos movilizando a millares de campesinos indígenas. De igual manera en Cuzco, desde el desembalse de protestas en diciembre pasado, miles de campesinos se han trasladado a la ciudad en camiones que normalmente utilizan para sus desplazamientos a ferias y otros lugares. Ese lunes, mientras en Juliaca la violencia se desbordaba, en la plaza principal de Puno millares de campesinos efectuaron una protesta pacífica, la cual incluyó la costumbre aymara del fiambre o compartir, tendiendo al suelo alimentos cargados en sus mantas por las mujeres, principalmente. Días antes se temía un posible aymarazo como el ocurrido el año 2011 en medio de una protesta del campesinado indígena aymara de dicha región. No ocurrió algo semejante esta vez (excepto algunos saqueos nocturnos al conocerse la tragedia de Juliaca), pero ello no significa que el malestar acumulado no pueda desatarse de otra manera en cualquier momento.

Moverse a protestar hacia las principales ciudades, es una manera de hacer sentir más fuerte, y más lejos (léase más cerca a Lima) la voz de quienes en la vida normal diaria no tienen voz, o la tienen apenas. La de quienes diariamente resultan ninguneados y silenciados. Eso lo saben muy bien, sobre todo, los propios campesinos indígenas residentes en comunidades y pequeños pueblos rurales, así como los migrantes que viven en las ciudades la experiencia de la discriminación cotidiana. Un sector especialmente sensible sigue siendo el de los jóvenes, no sólo migrantes recientes, sino también los hijos de familias instaladas desde hace décadas en las propias ciudades. Los de mayor suerte, dedicados a trabajos precarios e informales, o a proseguir estudios dirigidos a alcanzar el anhelo del progreso y desarrollo, conforman un sector menor entre una masa de juventud prácticamente desprovista de futuro. En las dos décadas finales del siglo XX, Sendero Luminoso se nutrió de las expectativas insatisfechas de jóvenes mestizos de origen provinciano y rural altamente educados -a diferencia de sus padres y abuelos- gracias a la expansión educativa escolar y universitaria. Ahora muchos territorios del país exhiben masas de jóvenes que ni siquiera consiguen acceder a una educación adecuada. Los engranajes sociales que siguen reproduciendo desigualdades y verdaderos abismos de expectativas y bienestar, resultan explosivos cuando se acompañan de renovadas formas de discriminación, ninguneo y estigmatización. Más aún cuando eso se convierte en discurso de Estado.

III

Otárola no es solo un premier que finge desconocer el sentido de la responsabilidad política mientras el país se desangra. En realidad, parece ser el titiritero que mueve las fichas del régimen desde hace buen rato. Es la mano que mece la cuna de un gobierno arrimado a las conveniencias de la derecha parlamentaria conservadora, autoritaria y racista. Es el asesor que ya era primer ministro en la práctica, antes de asumir dicho cargo formalmente. Incluso antes que Dina Boluarte asuma la presidencia, como negociador habría facilitado los acuerdos políticos que encontraron la oportunidad de hacerse realidad gracias al torpe golpe de Estado de Pedro Castillo. Dichos acuerdos, finalmente resultaron sellados con un vergonzoso voto de confianza proveniente del Congreso más repudiado de la historia peruana reciente, mientras en las regiones del Sur andino mucha gente despedía a sus paisanos asesinados.

Otárola no esperaba el estallido del volcán de protesta social que ha terminado desenmascarando al régimen. En diciembre del año anterior, durante la primera ola de protestas, mantuvo a un premier fantoche que accedió a militarizar el país y, por supuesto, ninguno fue capaz de renunciar de inmediato ante el asesinato de una treintena de personas. Recién después de los abusos mortales ocurridos principalmente en Andahuaylas y Ayacucho, Otárola se vio obligado a dejar el ministerio de Defensa y asumir públicamente su rol de primer ministro titiritero. Lo hizo apenas para atizar la situación, agravar el conflicto y seguir ocasionando (políticamente) más muertes impunes. Responsabilidad política. Incapaz de renunciar por un mínimo de responsabilidad, decencia y humanidad, su presencia representa el fracaso de un Estado indolente, pues el Estado es quien garantiza el uso de la fuerza legítima en un orden cabalmente democrático. Pero el titiritero no es siempre el dueño del circo. Otárola no es el presidente, aunque sueñe tener bajo su mando todo el poder real en un país en explosión.

En el Congreso, el pacto de poder entre el actual régimen y la derecha parlamentaria, ha sido sellado con una votación de confianza que carga el peso de tantos muertos. Mucho se ha hablado en estos días acerca de la existencia de una dictadura cívico-militar. En realidad, no hay evidencias sobre el hecho de que los militares se encuentren decidiendo los actos de gobierno. El tipo de régimen instalado en el Perú desde que Pedro Castillo intentó escapar de sí mismo -de su corruptela, de su inoperancia, de las acusaciones judiciales y de su propia conciencia- decretando un golpe de Estado y un gobierno de excepción, se asemeja más bien a una forma extrema de autoritarismo sin uniforme. El desenlace de la crisis actual, mostrará si finalmente la situación peruana derivará hacia un mayor autoritarismo civil con resguardo militar, hacia una abierta dictadura cívico-militar, o hacia un proceso de transición política que podría tener diversos mecanismos y formas.

Esto no quiere decir, por supuesto, que los militares se hallen exentos de responsabilidades. Es una tragedia y una maldición histórica, que unas Fuerzas Armadas que en el pasado principalmente supieron ganar guerras internas, contra su propia población, exhiban nuevamente la inhumanidad de descargar sus armas de guerra contra ciudadanos civiles, a quienes teóricamente deben proteger. Ni el discurso del agresor externo (el cuco Evo Morales y un supuesto envío de armas desde Bolivia), ni el de la manipulación de la protesta por intereses ilegales o grupos violentistas (narcotráfico, minería ilegal y organizaciones remanentes del senderismo, como Movadef), explican el enorme desembalse social visible en millares y millares de manifestantes en diversas regiones, pero especialmente en las del Sur andino. El terruqueo ampliado estrenado por el gobierno, le hace un flaco favor a quienes acusa. El enemigo externo contra el cual emprender una guerra, se explica más bien por la propia necesidad de legitimación del régimen, así como de justificar su arbitrario y asesino uso de la fuerza. Las poblaciones indignadas por lo que consideran un abuso de poder, no responden a los fantasmas que cínicamente dicen ver Boluarte, Otárola y sus corifeos de la derecha y medios ultraconservadores. No hay duda que existen grupos organizados interesados en atizar la violencia, ni que el desbarajuste ocasionado arrastra una oportunidad que grupos ilegales o la simple delincuencia y vandalismo tratan de aprovechar al máximo. Pero la protesta del Perú de estos días, responde fundamentalmente a un disloque de la legitimidad política. Idiotamente, el gobierno pisa el palito que favorece a los grupos violentistas e ilegales, regalándoles la supuesta capacidad de manipular o dirigir a la población movilizada en las calles y plazas. El régimen busca ganar tiempo y agotar la protesta cazando fantasmas, en vez de promover acciones políticas capaces de restaurar o mejorar la legitimidad del orden y la autoridad de Estado.

IV

Dina Boluarte pudo iniciar su gobierno buscando representar el sentido del voto que la llevó a ser elegida vicepresidenta en las elecciones del 2021. Prefirió reposar en una alianza con la derecha conservadora, y ante la reacción popular optó por militarizar el país con los resultados irreparables que ahora vemos. La derecha y el fujimorismo jamás reconocieron ese voto del 2021. A lo largo del año del año y medio de gobierno de Castillo, implementaron una estrategia de boicot golpista permanente, facilitado por la falta de rumbo de Palacio y los errores de la izquierda parlamentaria -especialmente de Perú Libre- que pronto les cedió el control del Congreso priorizando asegurar sus beneficios inmediatos. Desgraciadamente, la izquierda congresal radical y moderada, no aspiró a más que asegurar sus bolsillos. El salto del radicalismo autoritario al pragmatismo de mercado vocinglero lo representa Perú Libre. El salto de la democracia al simple vacío, se aprecia en la completa desorientación del resto de la izquierda, acomodada al espejismo de sus logos electorales y a la obsesión por beneficiarse de sus curules y otros nombramientos, antes que arraigar en un mundo popular urbano-rural sin auténtica representación y con ansias urgentes de cambios sustanciales.

No es tan cierto, además, que el gobierno de Castillo representó una alternativa de izquierda. Tal fue el sentido del voto que lo encumbró sorpresivamente en el poder. Pero su régimen mostró fundamentalmente la misma orientación que ha gobernado y casi saqueado el Perú durante las últimas tres décadas. Trajo la novedad de mostrar a muchos de abajo arribando a las alturas del poder, pero haciendo en gran medida lo mismo que los de arriba (capturar el Estado, corromper la representación pública y desregular aún más el mercado neoliberal, favoreciendo intereses particulares, en gran medida informales e ilegales). Castillo ni siquiera se propuso estar a la altura del significado de su propio voto. A pesar de ello, la identificación política es un fenómeno que trasciende lo estrictamente electoral. De allí que luego del golpe y la prisión de Castillo, resultó crucial la tremenda distancia entre una nueva mandataria misti que además exudaba traición, y un pueblo aún esperanzado en la concreción de sus expectativas largamente insatisfechas.

La oportunidad de Boluarte fue tal por un breve momento, pero ahora el daño ocasionado resulta irreversible. Como suele ocurrir en todo suceso de protesta, las demandas y expectativas cambian a medida del propio transcurrir de los acontecimientos. El pedido de renuncia de una presidenta vista como ilegítima y ajena, pero también como asesina, ha pasado al primer plano de la agenda de movilización, junto a la exigencia de cierre del Congreso. Esto quiere decir que la población movilizada aspira fundamentalmente a la obtención de nuevas elecciones generales que recuperen la legitimidad perdida y ensangrentada. De allí la sensación de burla ante la manipulación del Congreso para dilatar al máximo las elecciones, quedándose más allá de lo que la gente se encuentra dispuesta a admitir. De otro lado, lo que ha ocurrido es el triunfo de una reacción popular ante el quiebre de la legitimidad política, pues ya se obligó al gobierno a asumirse como un régimen de transición, y al Congreso al recorte de su período de vigencia. Resultan menos visibles otras dos demandas: el pedido de reposición presidencial de Pedro Castillo y el establecimiento de una Asamblea Constituyente. La primera se irá diluyendo a medida que se calmen las aguas, y se conozca más cosas sobre la gestión de Castillo y su intento de golpe, todavía envueltos entre brumas. Las posibilidades de un proceso constituyente dependerán del ritmo y desenlace de los acontecimientos aún en curso.

Entretanto, la gente sigue en las calles y la protesta activa comienza a proyectarse más allá de las regiones del Sur andino, que hasta ahora han sido el epicentro de un estallido con rostro básicamente campesino e indígena. Se ha repetido hasta el cansancio que la situación responde al descontento acumulado de estos sectores. Dicha acumulación de descontento y malestar, más bien, es lo que debe explicarse. Las coyunturas de estallido social o desembalse violento de expectativas, demandas y conflictos irresueltos, responden siempre a la activación de razones largamente embalsadas, a la cuales se suman motivaciones o factores inmediatos. En una sociedad como en el Perú de hoy, luego de décadas de crecimiento desigual y deterioro de los más excluidos, la profundización de una crisis múltiple -a la vez política, socioeconómica e institucional- y la ausencia de cauces de salida efectivos, pueden extender una situación ciertamente explosiva. Más aún después de una pandemia devastadora y la continua decepción en torno al rol de la política, los políticos y las instituciones. Peor si ello incluye la exhibición morbosa del poder por parte de élites políticas fuertemente desprestigiadas y percibidas como corruptas.

No resulta casual, en ese sentido, que el verdadero antecedente del estallido social peruano de estos días haya ocurrido en Huanta, a inicios de diciembre del 2022, y por razones que no tienen nada que ver con los dilemas políticos. La población indignada por la liberación de los asesinos confesos de un joven estudiante, muerto por sus propios compañeros de escuela en la comunidad rural de Aycas, desató una protesta violenta que acabó con el ataque a las instituciones de justicia (Poder Judicial, Fiscalía y Policía Nacional del Perú). Algunos locales resultaron quemados y saqueados.

El detonante del estallido ocurrido en Huanta fue una liberación injusta efectuada por las instituciones encargadas, precisamente, de la administración de justicia. El detonante del volcán que ha comenzado a manifestarse en el Perú, ha sido un golpe de Estado seguido por la instalación de un gobierno visto como ilegítimo, y acompañado por una exhibición de poder (en los festejos del Congreso y anuncios de permanencia de Boluarte) completamente indignante. Indignante sobre todo para quienes -a pesar de la reticencia y ninguneo de la derecha, así como la votación contraria de regiones como Lima- habían conseguido la hazaña de hacer prevalecer su voto en las elecciones pasadas. Por eso, una vez ocurridos el golpe fracasado de Pedro Castillo y la rápida juramentación de Dina Boluarte, Castillo pasó de ser un representante tangible, a convertirse más bien en síntoma de muchos descontentos entrecruzados. A pesar de su golpismo y la corruptela de su gobierno, Castillo es para muchos el símbolo de una identificación que ha sacado a flote percepciones profundas de postergación, así como anhelos de igualdad largamente postergados. Y es que el tejido de la ciudadanía realmente existente en la sociedad peruana, aún muestra profundas fisuras de desigualdad, asociadas a razones como la condición social, el origen étnico, la procedencia geográfica, el idioma o los rasgos físicos.

Contra lo que creen la cuestionada presidenta y su poderoso premier, quienes siguen sosteniendo la tesis de la simple manipulación de las protestas, ocurre que la gente más postergada y humilde también piensa. Y por supuesto que saben distinguir cuándo el gobierno distante -desde las alturas del poder y desde la lejana Lima- sencillamente les favorece o no. La reacción no ha consistido en un estallido estrictamente étnico, porque en Perú tal identificación discurre siempre a través, o mediante cruces complejos, sumamente dinámicos, con otras categorías de pertenencia y exclusión territorial, clasista y de origen sociocultural. Pero es innegable que las propias condiciones actuales de mayor acceso a información y expectativas de movilidad social, están transformando rápidamente las formas de identidad y pertenencia, evidenciando un orgullo del origen que constituye una novedad sociológica central en la sociedad peruana de estos tiempos. Es una tragedia que el río invisible de identidad campesino-indígena prevaleciente en muchas zonas del Perú, se manifieste ahora como un caudal de indignación y exigencia de justicia que es respondido desde las alturas del poder mediante el uso arbitrario de la fuerza. Se trata de una violencia estatal injustificable, que solo añade mayor gravedad en un escenario que, más bien, requiere salidas políticas. Sin embargo, el gobierno ha optado por reforzar la desconsideración, distancia y represión, frente al reclamo de reconocimiento e igualdad, en tanto peruanos y ciudadanos, de quienes actualmente protagonizan las protestas. Ello solo acarrea mayor violencia ante una situación crítica que, más temprano que tarde, deberá tener un desenlace democrático.