Opinión

La expresión política del hartazgo

Por Yorka Gamarra

Abogada, periodista y especialista en conflictividad social.

La expresión política del hartazgoFoto: Bikut Toribio Sanchium | Noticias SER

Desde el inicio de las protestas hace ya dos meses, se ha tratado de negar la existencia de gigantescas marchas en gran parte del territorio nacional: “son un pequeño grupo de azuzadores”, “unos cuántos revoltosos”, “algunas personas”, etc., al mismo tiempo, las redes sociales (no los grandes medios de comunicación) iban mostrando un panorama abismalmente diferente: una movilización inicialmente focalizada en algunas regiones del sur del país, que se fueron extendido al resto del sur, el centro, algunas zonas del norte y oriente del territorio, hasta que desde hace unas semanas, han despertado a Lima.

Si por un lado las manifestaciones han ido creciendo en cantidad y permanencia en el tiempo, las autoridades no han cambiado su análisis sobre la situación. Si no existen las marchas, tampoco existen las demandas. El Ejecutivo le ha pateado la pelota al Congreso: “hago como que te conmino (al adelanto de las elecciones) y tú haces como que debates”. Al final, seguimos en un punto muerto y nos quedamos hasta el 2026.

Por lo menos, 60 compatriotas han sido asesinados y más de 1,200 han resultado heridos, durante estos dos meses de protestas, todo, sobre la base del negacionismo presidencial. Si hubiesen reconocido, sin temores, la existencia de un descontento multitudinario y de una agenda nacional, se habría evitado ese saldo luctuoso.

La estrategia de diálogo en el espacio local, acompañada de una feroz represión, estaba destinada al fracaso. Con un pueblo movilizado e indignado por el desprecio, el ninguneo, el racismo y la dolorosa cifra de muertos, la estrategia chocaba con la realidad. Varias altas autoridades se extrañaban por la ausencia de temas de sobrevivencia en la agenda de las manifestaciones: “¿Por qué no piden agua, luz, urea?”, decían. Hasta la gran prensa insistía en ello, para luego fundamentar su narrativa: “estas marchas, son políticas, en consecuencia, están siendo azuzadas por los ponchos rojos, Evo Morales, el narcotráfico, etc”.

Es decir, no se cuestionaban a ellos mismos ni a su estrategia, sino, culpaban a la población por no reclamar “temas sociales” lo que, según, las autoridades, impedía el diálogo.

Alguna vez escuché a una funcionaria del Estado decir, que al pueblo había que darle “algún caramelito” a fin que retorne la paz social.

Cuando las poblaciones han pedido agua, descontaminación de sus ríos, carreteras, etc., el Estado ha instalado mesas de diálogo para "desbloquear los proyectos" y facilitar el trabajo de las mineras, pero no para solucionar los problemas de los pueblos.

Ahora, esas solicitudes han subido un peldaño. La plataforma general de las manifestaciones: renuncia de la Presidenta, adelanto de elecciones para el 2023, cambio de Mesa Directiva del Congreso, gobierno de transición y referéndum constituyente, son las mismas “demandas sociales", expresadas políticamente. La población, está haciendo política y real ejercicio de su ciudadanía.

Así que, no se trata de caprichos: “les doy la espalda y no existen”. Así no funciona la política y la administración del Estado. Uno hace un diagnóstico y luego toma decisiones. Del diagnóstico, dependen las decisiones y, como hoy, la vida y la salud de los peruanos.

Se ha perdido la política como forma de darle solución a los problemas del país y a los conflictos sociales. Se ha pretendido que los conflictos son inocuos, que no tienen que ver con el quehacer político. Esto es de lo más fantasioso. La relación que existe en las zonas rurales del país: comunidades y empresa (minera en la mayoría de los casos) es de permanente conflicto, a veces se manifiesta como crisis y otras en períodos de paz, pero, es de tensión permanente y además con una desigualdad enorme, ¿por qué no tendría que ser política?, esa relación empresa minera-población, allá donde no está el Estado, es esencialmente política y está presente todo el tiempo.

El viaje que vienen haciendo cientos de comunidades del interior del país a la capital de la República, es un hecho político sin precedentes en nuestra historia. Este nuevo “desborde popular” (para utilizar la definición de Matos Mar sobre la migración hacia Lima a mediados del siglo pasado), ha cambiado la percepción que se tenía, en Lima, sobre las localidades rurales y ha cambiado también la percepción que tienen estas comunidades sobre la capital del Perú.

Si miramos los últimos 30 años, hallaremos un hilo de continuidad en la implementación de un modelo económico primario exportador, la ejecución de grandes proyectos mineros, la promesa de desarrollo, el incumplimiento de que llegaría una vida mejor, la crisis sanitaria por la covid-19 (casi 220 mil compatriotas muertos) y la explosión social que tiene lugar hoy en el país.

Es, quizá, una oportunidad de comenzar a reconocernos en el otro, sin miedos ni prejuicios.