Opinión

Independencia, Revolución y Bicentenario: separar, dividir, olvidar...

Por Gustavo Montoya

Historiador

Independencia, Revolución y Bicentenario: separar, dividir, olvidar...LaMula

“Como a veces ocurre, desconocer el pasado acarrea el grave costo de terminar dominado por los muertos”

Alberto Flores Galindo(1)

Desde que la idea o el concepto de totalidad cayó en desgracia muchas y diversas frivolidades han sido reivindicadas en nombre de la recuperación de lo particular y de lo local. Interesa por ello, razonar tal fenómeno, que aplica muy bien a la conmemoración, festejo o denuncia del Bicentenario, ya convertido en fetiche y casi en mercancía.

Quizás sin proponérselo, muchos investigadores con legítimas aspiraciones de reivindicar procesos locales y regionales, que habían sido dejados de lado por las narrativas hegemónicas, o que sencillamente no hacían parte de esas grandes miradas estatales y centralistas sobre la independencia han terminado por reproducir inversamente lo que denuncian. Esto es, la fijación casi obsesiva por el elemento y el espanto que produce racionalizar el conjunto. Un localismo exacerbado que atomiza acontecimientos del pasado y divide la reflexión histórica contemporánea, hasta el extremo de estimular disputas por supuestas primogenituras patrioteras. Una suerte de afán por hallar genealogías republicanas endogámicas y circulares. Una carrera heurística que se propone alterar lo acontecido y modificar los acontecimientos siguiendo un libreto pre establecido.

Pensar el tiempo de las guerras independentistas en términos de totalidad requiere de un manejo adecuado de categorías y conceptos sólidos y versátiles para establecer esas indispensables correas de transmisión entre el acontecimiento, la coyuntura y la estructura de la época. Razonar la contingencia desde las determinaciones de toda índole que anteceden a los hechos capitales. Esos eventos que generan reacciones en cadena deben ser debidamente registrados. Recuperar la autonomía de los actores históricos y su propio voluntarismo. Intentar reconstruir el ritmo interno de los acontecimientos. Imaginar la guerra como la confluencia de múltiples y contradictorios intereses, y de una portentosa corriente de expectativas que se pusieron en movimiento.

Solo para poner un ejemplo, ahora sabemos con mayores evidencias sobriamente documentadas, que con el desembarco de la Expedición Libertadora en setiembre de 1820, lo que sobrevino en todo el territorio del virreinato peruano, fue una seguidilla de pronunciamientos y adhesiones, por parte de pueblos y regiones a favor de la independencia. Los actores colectivos, tanto rurales como urbanos, fueron asumiendo posiciones separatistas y elaboraron discursos decididamente republicanos. Un desembalse de aspiraciones que habían sido contenidas vía la represión armada o la censura ideológica.

Sin embargo, esa experiencia colectiva que el libertador San Martín no dejo de reconocer al proclamar la independencia en Lima el 28 de julio: “El Perú es desde este momento libre e independiente por la voluntad general de los pueblos…”; era parte de la simultaneidad de acontecimientos y de las reacciones colectivas, de los pueblos, ciudades y regiones que desde sus consideraciones particulares se comprometieron en favor de la revolución. De ninguna manera fueron eventos aislados, o efecto de determinaciones puramente endógenas. Si bien la historiografía sobre la guerra, viene profundizando la suma de complejidades que estuvieron en la base de tales manifestaciones de patriotismo, ello no obstante, el principio activo, el detonante de aquel escenario fue la presencia de los libertadores.

De otro lado, esa simultaneidad regional de adhesiones en favor de la república, expresaba la existencia de una conciencia patriota colectiva que fue sedimentándose pacientemente; a pesar de las derrotas militares y de la persecución política que desde Abascal hasta La Serna se había hecho intolerable, pese a ello, en casi todo el virreinato, no dejaban de latir aspiraciones separatistas. La gente se comprometía con descaro o divulgaba a media voz toda la propaganda patriota que circulaba profusamente. Los mercados, los cafés, las ferias, las chicherías y los tambos estaban inundados de especulaciones en favor de la revolución. En los caminos, pueblos, villas y ciudades, la gente estaba a la expectativa, y ya se daba por sentado la presencia de los libertadores. Un observador perspicaz de este escenario, fue el coronel Jerónimo Espejo, que en setiembre de 1820 escribió : “ Fue tan decidida la adhesión de los habitantes del Perú, y en particular de las distintas clases en que se han ramificado las razas de origen primitivo, que ello inclinó sin duda la balanza del destino en favor de la libertad del país; y este poderoso elemento, comprimido como lo había conservado el poder colonial desde Tupac Amaru y Pumacahua, a manera de los gases volcánicos, empezó a hacerse sentir desde que la expedición tomó tierra en Pisco ”(2).

La imagen que transmite Espejo es potente y abrevia todo el proceso previo al desembarco de los libertadores en territorio peruano. Pero sobre todo, es el testimonio de un observador externo, que no deja de reconocer la existencia de una memoria histórica crítica del sistema de dominio colonial ya en crisis. La perspectiva se ubica en el largo plazo. Se remonta nada menos que hasta la gran rebelión de 1780. La noción de continuidad y la idea de totalidad está ahí intacta.

Así como la defensa militar de sus posesiones coloniales por parte del imperio español fue encarada desde una perspectiva continental, la revolución independentista en Hispanoamérica también fue un proceso que desde el primer momento recorrió todo el continente. Las dos rebeliones anticoloniales más importantes en nuestro territorio antes de 1820, ocurrieron como se sabe, en Huánuco (1812), y el Cuzco (1814-1815). Ahora sabemos con mayor rigor documental, que la perspectiva de los insurgentes no fue puramente local. En Huánuco se invocaba a Buenos Aires bajo la figura de Castelli, y muchos de los sacerdotes comprometidos, habían tenido una experiencia previa de disidencia en los sucesos de Quito en 1809.

En el caso de la revolución cusqueña, el horizonte continental es mucho más explícito. No solo por las tres expediciones que tuvieron el propósito de extender la revolución más allá del virreinato peruano, sino también porque los líderes cuzqueños estaban convencidos que desde Buenos Aires llegarían refuerzos y desde tal estratégico territorio, podrían controlar el Alto Perú, las ricas minas de Potosí y fortalecer sus posiciones. Incluso el emblema de la revolución, la bandera que fue diseñada y que logro flamear entre las columnas de los insurgentes, proyectaba un espacio libre del dominio hispánico, y cuyas fronteras trasponiendo los Andes, se prolongaban hasta las costas del Atlántico y el Pacífico.

Justamente interesa recuperar tal imaginario, un horizonte de expectativas y de conflicto que era compartido de manera simultánea por la mayoría de grupos sociales de la época. Las escalas de intervención que los actores militares y sociales desarrollaron, dan cuenta de tal concepto de totalidad, cuyas figuras emblemáticas, dios, el rey, el imperio, estaban subsumidas en la vida cotidiana. Como iconos seculares, que eran motivo de las rebeliones. O como abstracciones simbólicas rodeadas del aura de sacralidad, pero que ya venían siendo cuestionadas. Pero incluso para los casos en que los conflictos se desencadenaban a escala local, el desenlace de tales disturbios requería la intervención de agentes que rebasaban el escenario aparentemente restringido que lo había determinado. Sin dejar de tener en cuenta que las nociones de país, reino, colonia, aun pugnaban en el vocabulario de los pueblos, y no habían sido totalmente sustituidas por esas referencias aun ambiguas de nación, estado o república que aludían a una modernidad, y a una promesa, aunque deseada por unos y combatida por otros, pero aún incierta.

El gran desafío que tiene la historiografía con respecto del descalabro republicano que tenemos a la vista, es precisamente contribuir a un razonamiento histórico que permita la elaboración de una cartografía y de una metodología que permita racionalizar estos doscientos años de manera global, sin descuidar los procesos específicos. Establecer las coordenadas de toda índole que dieron lugar, para bien o para mal, a la emergencia del ADN republicano peruano, y de las culturas políticas que fueron sedimentándose entre los variados grupos sociales y en las diferentes regiones, a lo largo de estos dos siglos.

Podría ser útil, por ejemplo, en el actual escenario social convulsionado del Bicentenario, con una demanda cada vez más creciente de la ciudadanía para que se realicen cambios estructurales, recordar que el tiempo de la independencia fue precisamente una coyuntura excepcional. Que el tiempo de la Independencia política pudo derivar en una Revolución social. Ese tiempo adquiere desde la posteridad, un gran valor cualitativo, puesto que hubo grandes posibilidades subjetivas latentes, como también fuerzas políticas y militares comprometidas, para cimentar y crear las bases de una sociedad y un Estado menos precario o excluyente como el que tenemos actualmente. Desde el campo de una reflexión histórica comprometida con los ideales primigenios del liberalismo político clásico, y de los valores republicanos radicales, puede ser posible recuperar esa atmosfera, y aquella aura que estuvo en la base del protagonismo plebeyo republicano.

Recuperar las acciones de esos hombres y mujeres del pueblo, reconstruir de mil formas y con contenidos infinitos, sus aspiraciones y los ideales en nombre de los cuales se comprometieron con la revolución y la independencia; porque en verdad esas huellas son las que se precisan en estas dramáticas coyunturas. Una ligera comparación entre la historiografía antigua y reciente que le ha dedicado toneladas de páginas a reescribir y maquillar a los mismos héroes y las mismas figuras en estos doscientos años, con lo que se conoce sobre las mayorías sociales del tiempo de la revolución, deja un saldo negativo con respecto de la Nueva Nación, que pugna por emerger.

Independencia, revolución y bicentenario, seguirán siendo palabras vacías y huecas, o parte de la retórica oficial, -de esos comedidos burócratas que desde la comodidad doméstica, observan el Bicentenario y las regiones con un ojo en la ventana y el otro en sus jugosos estipendios- si es que no se les restituye de contenidos sociales y de la mano de sus auténticos protagonistas.

Hoy como hace doscientos años, son las multitudes plebeyas urbanas y rurales, las que con su presencia y sus actos, podrían refundar la República. Hacer cumplir esa aspiración de democracia social formulada por José Faustino Sánchez Carrión, justamente cuando se discutía la forma de gobierno y el régimen político para el país “Yo quisiera, que el gobierno del Perú fuese una misma cosa que la sociedad peruana, así como un vaso esférico es lo mismo que un vaso con figura esférica”(3).


(1) Flores Galindo, Alberto. “La imagen y el espejo: La historiografía peruana 1910 – 1986”, en: Márgenes, año II, N. 4, diciembre, 1988, pp. 55- 83.

(2) Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXVI, vol. 2, pág. 298.

(3) La Abeja Republicana, 15 de agosto de 1822.