Opinión

Género y escuela en el Concurso de Dibujo y Pintura Campesina de 1996

Por Christian Elguera
Género y escuela en el Concurso de Dibujo y Pintura Campesina de 1996Foto: Detalle del dibujo "Costumbre de mi tierra" de José Isabel Ayay (Cajamarca, 1996). Archivo de Dibujo y Pintura Campesina 1984-1996 del Museo de Arte de San Marcos.

Entre los años 1985 y 1996 un conjunto de organizaciones no gubernamentales peruanas, como CEPES; IILLA Y SER, junto con gremios agrarios y campesinos realizaron el Concurso de Dibujo y Pintura Campesina, que llegó a tener diez ediciones. Este fue una plataforma que permitió expresar la agencia del campesinado. Ante las crisis políticas y económicas, los ataques de militares y senderistas en aquellos años, los participantes campesinos reconocieron el concurso como una oportunidad para transmitir sus denuncias, para hacer visibles las injusticias que sufrían.

En 1996, el tema del Concurso de Dibujo y Pintura Campesina fue “La mujer y la vida en el campo”. Sin embargo, muchos de los trabajos presentados evidenciaban aún estereotipos de subalternización de las mujeres campesinas. Por ejemplo, Mi casa es mi esposa (Figura 1) de Serapio Turpo Gutiérrez se enfoca en las actividades domésticas de la población femenina en la comunidad de Sallac (Cusco). Se percibe aquí un imaginario donde hogar-maternidad son los únicos horizontes posibles para estas mujeres. El cuadro enumera actividades como “trabaja la cosina [sic]”, “da comida al cuy”, “barre la cosina [sic]”, “arregla al cama [sic]”. Es interesante notar que numerosas flechas, que salen de corral de animales y de la cocina, se dirigen al cuerpo de la mujer con el objetivo de explicar que es ella quien realiza todas estas labores. No discuto aquí las concepciones ancestrales de la comunidad de Sallac que, de acuerdo a la traducción de Turpo Gutiérrez, conectan el cuerpo de la mujer con la casa, ya que sus actividades estructuran esa espacialidad. Me interesa analizar cómo esta imagen propone un único rol para esta mujer, negando otras identidades que no sean las de madre y esposa. El exceso de labores domésticas puede ser entendido como un reconocimiento al esfuerzo de esta mujer, pero el mismo le impide habitar otras geografías físicas imaginarias, desde organizaciones comunales hasta la configuración de relaciones de género más simétricas. La ausencia del hombre campesino, en esta imagen, hace visible el dominio de las masculinidades campesinas en Sallac, legitimando los estereotipos de los roles domésticos: no él, sino la mujer es quien cuida la casa y, por lo tanto, se espera que ella preserve las costumbres de la comunidad.

En contraste, el cuadro sin título de Hermógenes Suasaca Calca (Figura 2), de la localidad de Carata (Puno) traduce las formas en que las mujeres se resisten a seguir siendo sujetos marginados en sus propias comunidades. Usando cartulina, colores y lapicero negro, Suasaca Calca produjo esta imagen que obtuvo una mención honrosa. Considero que esta representación configura una espacialidad paradójica, en el sentido propuesto por Gillian Rose en Feminism and Geography (1993). Es decir, las comunidades que habitan las mujeres campesinas pueden ser tanto espacios de opresión como de autonomía. En este caso, la escuela se convierte en una plataforma para que ellas refuercen su empoderamiento, sin ser vulneradas ni por el Estado ni por las injusticias de género en sus localidades. El cuadro nos introduce en una escena en la que un grupo de mujeres asiste a clases en una escuela rural, posiblemente organizada por ellas mismas. En el lado izquierdo, vemos a una mujer que escribe en un papel, ya sea porque toma nota de lo que sus compañeras hablan o porque está anotando una clase que recibe. Otra posibilidad de la escritura es que esta mujer registra la visita de sus compañeras al comité, tomando lista. Ambas imágenes resaltan que también las mujeres, y no sólo los hombres, poseen la capacidad de escribir.

La representación de mujeres en la escuela no sólo problematiza roles de género en los Andes sino también jerarquías raciales. En las sociedades rurales, la escritura y el alfabetismo son valorados porque permiten el acceso de los campesinos a sindicatos y organizaciones políticas. Cabe precisar que esta valoración se debe a una formación racial que ha impedido que las comunidades indígenas pudieran instruirse. El factor racial ha determinado así la configuración de espacios letrados e iletrados, es decir, espacios de acceso al poder o de exclusión. Como indica Virginia Zavala, no es la literacidad “sino las prácticas sociales y culturales relacionadas con ella, las que pueden beneficiar o poner en desventaja al usuario”, y que por ende son bien cotizadas (1). Saber escribir, por ejemplo, ha posibilitado que los hombres campesinos puedan reclamar por sus derechos, siendo reconocidos como ciudadanos en un contexto racializado (2). En este sentido, “individuos como Mariano Turpo de Lauramarca y Saturnino Huillca, quienes fueron líderes políticos desde los inicios de 1930 y siguieron activos buena parte del siglo XX, concibieron que la literacidad era un camino de empoderamiento”, como indica Marisol de la Cadena (3).

Para ellos escribir en español no se trataba de un gesto de aculturación, sino de una estrategia política para defender legalmente sus territorios. Considerando las formas en que las poblaciones indígenas y campesinas se han apropiado de la literacidad, el crítico literario Gonzalo Espino Relucé ha acuñado el término “el rapto de la escritura” en su libro Narrativa quechua contemporánea (2019). Considerando estos factores sociohistóricos, la novedad del cuadro de Suasaca Calca es que las mujeres deciden educarse y son ellas quienes ahora raptan las tecnologías escritas para convertirse en lideresas y ciudadanas, reescribiendo los roles de género en las comunidades. La escuela es organizada por las propias mujeres. Ellas demuestran su agencia capturando otros saberes (literacidad) y configurando un espacio (escuela) que no niega sus propias costumbres.

Recordemos que la escuela es un espacio cargado de sentidos coloniales en las sociedades andinas. Así, en las escuelas rurales niños y niñas “están sujetos constantemente a sanciones, llamadas de atención e incluso castigos físicos (...), sin contar los comentarios negativos sobre sus errores o las burlas sobre su persona”, como ha enfatizado Patricia Ames (4). Se trata de un espacio regido por reglas estatales y al que, en su mayoría, solo podían acceder campesinos hombres, quienes habían podido aprender a escribir, saber firmar y leer, lo cual les otorgaba un mayor grado de agencia. Mientras ellos se aproximaban cada vez más, de una manera estratégica, a modalidades culturales urbanas, la identidad estereotipada de las mujeres campesinas se marcaba por su permanencia a la comunidad y desconocimiento de la literacidad. En paralelo, la violencia de los militares y senderistas producía un imaginario donde las mujeres campesinas eran concebidas como cuerpos violables y vulnerables.

Katherine McKittrick ha señalado que “el cuerpo negro [especialmente de las mujeres] es visto e inscrito dentro del marco de una ideología visual privilegiada” (5). En diálogo con este planteamiento, considero que ideologías de violencia patriarcal (del Estado, las Fuerzas Armadas, Sendero Luminoso y los propios campesinos hombres) inventaron la identidad y el cuerpo de un tipo de mujer campesina entre 1980 y 1996. En este sentido, el cuadro de Suasaca Calca desafía las condiciones estructurales de subordinación de las mujeres de su comunidad, basada en injusticias raciales y de género. Por este motivo, aprender a leer y escribir son para Suasaca Calca prácticas que permiten construir otras geografías, donde es posible re-escribir las narrativas que las vulneran. Para las mujeres campesinas de esta imagen participar del llamado “mito de la escuela” es una forma de confrontar la violencia que se inscribe en sus cuerpos (6).

Es importante remarcar que esta representación visual no está promoviendo la aculturación de las mujeres de Carata. En lugar de eso, esta traducción expresa una lógica de visualización que refuerza las estrategias de las mujeres campesinas por apropiarse de categorías culturales que, históricamente, estuvieron restringidas para ellas. La organización de la escuela es una expresión de sus propios métodos y sentidos espaciales, de tal modo que su indigenidad y su género ya no son más marcas de subalternización. La escuela como espacialidad producida por las propias mujeres se aprecia en tres niveles visuales. Primero, en el lado izquierdo tenemos al grupo que recibe las lecciones y que participa. La mujer que dirige la clase es asistida por otra que toma nota, mientras que las demás mujeres hablan, ríen y escuchan, algunas en compañía de sus hijos. Segundo, en la parte superior izquierda, dos mujeres llegan a la clase atravesando un camino. Tercero, en la sección derecha un grupo de mujeres cuida a las ovejas. Lo que sugiere el dibujo es que estos niveles no se encuentran separados, sino yuxtapuestos. Luego de realizar los trabajos en el campo, las mujeres, al mismo tiempo, buscan aprender nuevos códigos culturales y políticos. El cuerpo-en-movimiento de estas mujeres configura una cartografía dinámica que se diferencia del espacio cerrado y el cuerpo inmóvil de Mi casa es mi esposa. En contraste, en la imagen aquí analizada las mujeres campesinas producen espacialidades en tránsito. El cuadro traduce diversas instancias de desplazamiento que producen espacios inter/comunitarios e inter/escolares. Ellas ya no son vistas solamente dentro de la casa, haciendo faenas de campo, o aprendiendo a escribir en una escuela rural. Sus cuerpos se deslizan entre ambas geografías físicas e imaginarias. El cuadro entonces está traduciendo movilidades dinámicas, de tal manera que las mujeres se apropian de nuevos saberes, pero también de nuevos espacios modulados por ellas mismas.

La superposición de espacios nos previene de jerarquizar entre prácticas letradas e iletradas. La imagen traduce el sentido de la escuela como una forma de agencia y posible horizonte de politización, pero no niega el valor de otras actividades en la comunidad. Esta imagen ensambla políticas contemporáneas de agencia con prácticas tradicionales. La escritura y los trabajos productivos del campo coexisten y configuran otro tipo de espacio paradójico. Es decir, no estamos ante una dicotomía entre cultura/naturaleza, sino ante un entramado de relaciones, ideologías y saberes que forman parte del cotidiano de estas mujeres. Ellas llegan al aula de clase luego de concluir el cultivo de la tierra y cuidar a los animales. Este movimiento de su cuerpo indica cómo ellas han territorializado la escuela de acuerdo a sus propias costumbres. En el cuadro, el día a día de las mujeres está regido por su movilidad entre espacios y saberes, de tal manera que la escuela no es un espacio rígido, sino que está conectado con los trabajos rurales. Esto se resalta en dos detalles visuales: primero, mientras una mujer se dirige hacia la escuela, otra parece volver a sus faenas laborales en el campo; luego un camino atraviesa verticalmente el cuadro. Este desplazamiento interrumpe la representación patriarcal del cuerpo de la mujer campesina como vulnerable o violable.

En el cuadro de una niña de Apurímac de nueve años, titulado Mi mamá es héroe (Figura 3) observamos a una mujer inmóvil dentro de un espacio doméstico. La niña ha resaltado con colores las numerosas actividades que realiza su madre. La cantidad de estas labores es desmesurada y satura el espacio pictórico, rodeando el cuerpo de la mujer. Aquí ella no tiene posibilidades de desplazamiento. En contraste, la campesina enfocada por Hermógenes Suasaca Calca (Figura 2) ya no es un héroe sacrificado que “cosina todos los días [sic]”, “cura a su hijo” o “lleva productos al mercado”. Las mujeres de la comunidad de Carata han salido de esos espacios domésticos: están transitando otros caminos, ocupan y producen otros espacios más allá de los márgenes y las ruinas en las tierras campesinas en la década del 1990.

A pesar de sus posibles limitaciones y el escaso número de participación femenina, el Concurso de Dibujo y Pintura Campesina de 1996 buscó reconocer la agencia de las mujeres campesinas. Su organización y tema refleja el cúmulo de tensiones culturales y políticas de la época. A través de las violencias discursivas y físicas del Estado o la campaña de exterminio de militares y senderistas, se fue legitimando un tipo de mujer campesina vulnerable, racializada, marcada por la muerte o la subordinación. Como anota Shannon Speed: “la construcción ideológica de las mujeres indígenas como sujetos violables ha contribuido a fortalecer las políticas genocidas contra los pueblos amerindios desde tiempos coloniales hasta la era de los estados modernos” (7). A esto debe agregarse las injusticias y violencias de género dentro de las propias comunidades rurales. En este sentido, es necesario estudiar el concurso de 1996 para problematizar y desafiar esa “construcción ideológica (visual)” de las mujeres campesinas, ese imaginario que ha legitimado violencias sexuales, jerarquías de género, procesos de racialización y subordinación en los Andes.


Notas

  1. Zavala, V. 2002. (Des)encuentros con la escritura. Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales. p. 98

  2. Carlos Iván Degregori sugiere que en sociedades andinas la figura del escritor se ha asociado "con los literati de Weber, los que manejaban los secretos de la palabra escrita, parte de un sistema de dominación señorial estamental y patrimonialista, que los ha oprimido y humillado durante tantos siglos" (1991, p.117).

  3. De la Cadena, M. 2000. Indigenous mestizos. Duke UP. p. 192 (traducción propia).

  4. Ames, P. 1999. Las prácticas escolares y el ejercicio del poder en las escuelas rurales andinas. IEP.p. 29.

  5. McKittrick, K. 2006. Demonic Grounds. Black Women and the Cartographies of Struggle. Minessota UP. p. 49 (mi traducción).

  6. En el segundo y tercer capítulo de La escuela en la comunidad campesina (1988), Juan Ansión explica los tránsitos y tensiones entre el sentido colonial de la escuela y la valorización social de la literacidad.

  7. Speed. Sh. 20019. Incarcerated Stories. Indigenous Women Migrants and Violence in the Settler-Capitalist State. UNC Press.p. 34.