Opinión

Esperando a los bárbaros

Por Gustavo Montoya

Historiador

Esperando a los bárbarosFoto: Biblioteca Nacional Digital de Chile

“Es tan común en los hombres que se hallan en el poder obrar con independencia y mandar a los demás con orgullo y despotismo”

Benito Laso

El título que lleva esta nota proviene del conocido poema del poeta griego Constantino Cavafis, que hace alusión al colapso del Imperio Romano, producto de una complejísima combinación de determinaciones estructurales y esos imponderables dilemas de coyuntura casi misteriosos. Un terreno fértil para las profecías. No extraña, por ello, la proliferación de casandras, incluido, por cierto, el presente texto. El actual escenario político y social ha desatado una impresionante cantidad de imágenes catastróficas, tanto desde los extremos ideológicos, como de ese centro casi escéptico, anunciando el fin de los tiempos; por no decir, la ruina de la República. Anuncios y profecías los hay para todos los gustos. Desde los que se sienten traicionados por el actual gobernante luego de haberle dado un cheque casi en blanco, hasta los que desde el inicio de su proclamación clamaban por la tierra arrasada. Sin embargo, esto más parece una farsa que una tragedia, y sorprendería saber que la barbarie de los extremistas tiene variados elementos en común, más de lo que ellos mismos sospechan. Hannah Arendt solía recordar que el desconocimiento de la tradición solía gatillar procesos y soluciones terminales, como el totalitarismo, por ejemplo, e inducir a los actores políticos a actuar casi como marionetas. Como esos grises arlequines que olvidando su libreto, terminan chapoteando sobre el lodo y fango de la cazuela, las galerías y los palcos.

Sorprendería verificar, por ejemplo, que las escenas de barbarie en la historia republicana, más que excepciones, son regularidades que hacen parte justamente de lo que hoy acontece. Un ADN político, proclive a la intolerancia, a la sustitución del adversario por el enemigo y, en consecuencia, a que su eliminación física sea lícita, a cualquier costo y de cualquier manera. Nada de lo que hoy acontece es nuevo. Basadre lo sabía muy bien. Habría que someter a los actuales incendiarios, a cursos acelerados de comprensión lectora, y obligarlos a leer y asimilar esas imágenes un tanto heroicas como dantescas que el historiador tacneño traza en su célebre texto La multitud, la ciudad y el campo; o ese otro libro suyo, tan audaz como urgente, que es Perú, problema y posibilidad.

Lo otro es que las diferencias entre la actual clase política que ocupa posiciones de poder, sus aliados, áulicos y compinches, y lo acontecido en el pasado remoto e inmediato, son de carácter cualitativo. Cual fantasmas ambulantes. Una degeneración sistemática que más parece un salto al vacío. Los reiterados desmanes, por no decir estafas a los electores, por parte de la clase política en estas últimas dos décadas, son simplemente una bellaquería. Ese peligrosísimo divorcio entre ciudadanía y representación, entre ética y política se va acumulando. Las frases punzantes de indignación de González Prada quedan chicas frente a tanta canallada. No es que el pasado haya sido menos oprobioso, o se insinúe la añoranza por la memoria de un bien perdido.

Durante el siglo XIX, estallaron cuatro grandes guerras civiles de dimensión nacional que casi derivan en revoluciones sociales. En 1834, contra del intento de Gamarra de perpetuarse en el poder vía una oligarquía militar que él mismo había favorecido. Por primera vez, en luchas callejeras, el pueblo armado derrotaría a los militares. Entre 1854 y 1855, casi la totalidad de regiones y pueblos del país volverían a armarse y levantarse en contra de la corrupción generalizada del gobierno de Echenique, efecto de los fabulosos ingresos por las exportaciones del guano de isla. Quedaron como testimonios de lo que muchos liberales de la época denominaron como la “regeneración moral” del Perú, las actas de innumerables pueblos, en el norte, centro y sur del país; documentos en los que se da cuenta de cierta indignación de cuño popular. O para citar y recordar al gran liberal que fue Fernando Casos, que con los acontecimientos a la vista, definió a dicha revolución como “la más justa y sagrada de las insurrecciones”. Fueron, efectivamente, los brazos armados de los pueblos que, como una marea revolucionaria, estremecieron a todo el país, hasta su desenlace, con la toma de Lima y la batalla de La Palma, con miles de muertos regados, entre los incendios y barricadas de la ciudad.

Las agitaciones sociales volvieron a emerger bajo nuevas consideraciones en 1865, esta vez bajo el paraguas de un nacionalismo antiespañol, y como una reacción a la firma del oneroso tratado Vivanco – Pareja. Las movilizaciones en Lima fueros casi inmediatas, y el 5 de febrero se produjo una asonada, cuando turbas de paisanos armados intentaron tomar palacio de gobierno. Sin embargo, la revolución estallaría en Arequipa, plaza fuerte de las insurrecciones, el 28 de febrero, siendo proclamado dictador Mariano Ignacio Prado. Luego, cuando las tropas revolucionarias tomaron Lima y el Callao, la multitud enardecida se dio al saqueo y pillaje de tiendas, almacenes y negocios de casas extranjeras. Ni un solo local de comerciantes peruanos fue atacado. Interesa destacar, sin embargo, la sensibilidad y cultura política de la época. Señala el historiador y militar Mendiburu, actor y testigo de estos eventos, y jefe leal del cuestionado presidente Pezet: “la revolución estalló en todas partes casi simultáneamente, no hubo pueblo ni guarnición del ejército que no la hiciese suya de una manera violenta; y en poco tiempo se vino hasta las murallas de Lima sin vacilación en ningún punto. Si unos hombres no la hubieran acaudillado en diferentes lugares, la habrían acaudillado otros”.

El canto de cisne de esta época cargada con las furias urbanas y rurales, sería entre 1894 y 1895, cuando una vez más el sordo y trepidante rumor de las montoneras volvieron a movilizarse, esta vez contra el intento de Cáceres de aferrarse al poder, mediante su incondicional Morales Bermúdez. Refiriéndose al Cáceres dictador, Basadre sentenció que mejor hubiera sido que muriera en Huamachuco. Algunos héroes en el Perú suelen terminar como tiranos. Luego de meses de combates en diferentes regiones del país, finalmente, las milicias rebeldes ingresarían por la portada de Cocharcas a la capital bajo el liderazgo de Piérola, el eterno caudillo civil y conspirador. La lucha fue feroz, calle por calle, entonces las torres de las iglesias en Lima fueron copadas por francotiradores de ambos bandos. Ante el empecinamiento de Cáceres de no abandonar palacio y dejar el poder, tuvo que intermediar el cuerpo diplomático extranjero. Se le atribuye al monseñor Macchi la siguiente frase lacerante: “General, a usted le odian hoy hasta las piedras”.

En el entreacto de estas grandes insurrecciones de dimensión nacional, no dejaban de sucederse motines, golpes de Estado, conspiraciones y una extensa sucesión de conatos rebeldes. Los mismos actos electorales se consumaban en medio de balaceras y toma de ánforas. La legitimidad de la violencia política era parte del sentido común. Una medida audaz para domesticar, desarmar y despolitizar a estas multitudes proclives a los levantamientos armados, fue la gran reforma electoral, llevada a cabo justamente por Piérola ya en el poder. La restricción del derecho al sufragio, solo a los que sabían leer y escribir. De alguna manera esta fue la llave maestra que antecede al proceso político y electoral del siglo XX, y al repliegue de esa violencia política hacia escenarios privados.

Pero tampoco es que el siglo XX haya sido un periodo de paz republicana. La guerra civil de 1932, las guerrillas de la década del sesenta, y recientemente el conflicto armado interno, son parte de esa larga tradición de violencia política sistemática, ejemplarmente retratada por Alberto Flores Galindo, en uno de sus últimos y brillantes libros: La tradición autoritaria.

El actual cinismo e intolerancia de los actores políticos en el Ejecutivo y el Parlamento, que literalmente actúan sobre los hombros de la ciudadanía, va a poner a prueba una vez más, la consistencia del tejido ideológico dominante. Ese sentido común que consiste en pensar que, mientras la economía siga estable, las pitanzas, las cutras y las raterías pueden seguir su curso. Y los titiriteros del monopolio de los medios de comunicación lo saben muy bien. Y no hay ningún vestigio o señal de que pueda producirse alguna forma de impugnación colectiva al desmadre político dominante. Pero siempre queda pendiente esa mística combinación anunciada hace casi medio milenio por Maquiavelo, en el sentido de que, cuando la virtud y la fortuna se dan la mano en un pueblo, puede sobrevenir esa urgente regeneración moral radical que tanta falta nos hace.