Opinión

El gobierno de los sombreros

Por Violeta Barrientos Silva

Escritora y abogada feminista

El gobierno de los sombrerosFoto: Flickr Presidencia de la República

Lo que antes se juzgaba como episódico y “folklórico” en medio de la primacía de la cultura occidental en nuestro país, ahora se ha convertido en una constante visible en la política: el uso o no de un sombrero como signo de identidad cultural. Sin sombrero, están quienes se acercan más a la cultura occidental; con sombrero, quienes adopten una postura en defensa de hacer más visibles a las culturas nativas. Ya el cambio de nombre del Ministerio de Cultura por el de Ministerio de las Culturas, donde ninguna cultura tendría hegemonía sobre otra, plantea un reconocimiento de una realidad sin ninguneos. Y así vemos entonces en los corredores del poder, al sombrero chotano de ala grande y copa alta del apacible campesino que cría a sus animales y vela por sus cultivos, como el del “qorilazo” chumbivilcano, suerte de cowboy serrano que hace gala de su virilidad domando caballos salvajes, y compitiendo en corridas de toros y carreras ecuestres.

Los mundos con sombrero y sin sombrero conviven en el Perú. Tras los resultados de las últimas elecciones un halo de recelo se ha extendido sobre los significantes occidentales –hispanismo católico y capitalismo- y los temas que más colisionan con la tradición que el ámbito rural mantiene, como los derechos de la mujer y la diversidad sexual. En el mundo es conocida la tensión entre el mandato de los derechos humanos y el de las tradiciones culturales; entre la aspiración a la universalidad de los derechos humanos y el relativismo cultural. Los autoritarismos y totalitarismos han sido siempre poco receptivos a las evoluciones de los derechos humanos. Desde la instauración de estos junto con las Naciones Unidas a partir de segunda mitad del siglo XX, fueron apropiados por distintos grupos que los convirtieron en su bandera de lucha. Así se fueron consagrando mediante instrumentos de derecho internacional, temas no incluidos en la Declaración inicial, como la eliminación de toda forma de discriminación y violencia racial, xenófoba, sexista, homofóbica, y aún de protección ambiental y animal.

Tanto los derechos humanos como las tradiciones culturales han sido susceptibles de instrumentalización por distintos poderes que los han hecho aparecer como si fueran irreconciliables con el fin de invalidar la vigencia de una cultura o el reconocimiento de derechos individuales. Ambos se necesitan y deben dialogar. De un lado, la modernidad no tendría por qué borrar las culturas del mundo ni la riqueza de las urbes tendría que sustentarse en la pobreza del campo y este ser sinónimo de atraso, en la consabida oposición de “civilización” y “barbarie”. Del otro, la autonomía de las personas y sus señas particulares de sexo, creencia, orientación sexual entre otras, no tendrían que ser sometidas bajo las órdenes de un poder político, militar o religioso que ordenase a sus habitantes hasta el horario en que debe acostarse y levantarse.

Tras las elecciones, da la impresión de que los derechos humanos considerados “una cojudez” desde la ultra derecha, son también vistos con recelo desde la izquierda regional por considerar sus propias costumbres por encima de cualquier otra norma legal o moral. El antiguo discurso oligarca conservador de que “el país no está preparado” –para abrir las puertas de la educación o la política a las mujeres, dar el voto a los analfabetos o reconocer la diversidad sexual- hoy se oye también desde voces supuestamente “revolucionarias”, pese a que la revolución es cambio, renovación y búsqueda de mejores horizontes.

Los derechos humanos son un instrumento que toma las formas de quien se apropie de ellos. Durante los años de la guerra entre el Estado y Sendero Luminoso, sirvieron para salvar vidas, así como en otro momento hicieron posible que niños, niñas y mujeres fuesen reconocidos como sujetos de derecho por el solo hecho de existir, sin que un “pater familias” o jefe de comunidad tuviera que dar su aprobación para ello.

De persistir la polarización de fuerzas conservadoras tanto en el Ejecutivo como en el Legislativo, no será sino cuestión de tiempo en que los movimientos ciudadanos que tanto bregaron ante los gobiernos pasados por derechos humanos con enfoque intercultural, se pongan en marcha abriendo un nuevo frente antes que quedar atrapados en el fuego cruzado de dos autoritarismos.