Opinión

El divorcio nacional

Por Pablo Najarro Carnero

Teólogo y docente

El divorcio nacionalNoticias SER

En la colonia, en su momento inicial, el poder monárquico era total; con el tiempo los criollos accedieron a la vida económica pero no política. Estaban en el limbo social entre ser españoles y no serlo. Al final, la independencia fue más económica que política. El poder económico no cambió. Los dueños de las tierras – españoles – siguieron con sus tierras. Los indios y los negros siguieron siendo la base de la pirámide social. “El poder fue pasando de D. Fernando a D. Simón” como decía J. J. De Larriva.

Hace muchos años atrás y en su tiempo, Luis E. Valcárcel hablaba de un divorcio nacional entre la costa y la sierra, cuando el gobernante de turno no entendía al Perú más allá de la infranqueable cordillera andina. Podían decir que “Lima es el Perú, el Perú es Lima”. Los costeños marcaban distancia con la sierra, peor aún con la selva. El Perú eran latifundios autónomos del poder nacional que incluso, podían ser los representantes legítimos de sus propiedades coloniales por sobre las ancestrales incásicas. El concepto fue superado en lo geográfico, mas no en lo político.

Pero el divorcio se mantenía. Tomó nuevas formas. Si bien la migración andina a los centros costeros de Trujillo y Arequipa dio paso a la fuerza provinciana, que con el tiempo logró posicionarse económicamente, pero no en el poder político. Ambos se sabían distantes e irreconciliables.

En este último siglo, el poder económico y político, ante el posicionamiento de los provincianos en ambos campos, pues la costa ya era en su mayoría andina, viraron tácticamente hacia el poder político colocando en el poder legislativo, ejecutivo y judicial – antes el electoral – a sus operadores directos o indirectos. Desde allí pudieron manejar y controlar sus intereses económicos. Los partidos políticos, sobre todo los de la derecha sudamericana, se convirtieron en instrumentos políticos del poder económico.

De nuevo, la asimetría socio económica, el divorcio nacional del que hablaba Valcárcel, se seguía dando. Las revelaciones de Odebrecht destaparon lo que se sabía pero no se podía probar. Empresas elegidas a dedo, sobrevaloraciones, políticos haciéndose millonarios, por mencionar un ápice del tema.

En esta última elección emerge el voto sorpresivo por el educador Pedro Castillo. De nuevo eligiendo entre más de quince partidos. De nuevo, los partidos, con algunas excepciones, respondiendo lo que no quiere oír la gente. La izquierda pudo ser la posibilidad pero no fue tan radical en sus propuestas como si lo fue Castillo. La derecha en lo suyo, pregonando siempre en mantener una constitución que les conviene. Apelan en sus argumentos como yapa, el cuco de la vida venezolana, el comunismo o el terrorismo, que un gran sector social repugna.

Interesante es que no preocupara para decidir los temas de aborto, feminismo, LGTB o religiosos, incluso seguridad ciudadana. Algunos apuntaron por ahí, pero al pueblo le interesaba solucionar el tema de salud por el covid y su bolsillo.

Las encuestadoras de nuevo se jugaron por sus mecenas de turno, como antes con Fujimori, mintiendo sobre preferencias “mayoritarias” para inducir al voto. Las redes hicieron lo suyo.

Ad portas del bicentenario seguimos en el divorcio nacional. Un país sin identidad propia que reclamaba Alberto Flores Galindo. Terminamos con una segunda vuelta entre dos grupos sociales asimétricos, divorciados, irreconciliables en su mirada del Perú. La decisión del voto es todavía tímida.

Preocupa que los que queden para elegir en junio, no superen entre ambos, en el voto nacional el 30% del electorado. En las regiones – léase quizá provincias – la decisión fue más definida. ¿Se deberá a lo dividido en el sentimiento político o social? Sumando los votos de los partidos no llegaban entre todos al 50%. Hay un 50% que no le interesa el tema político. O no le afecta el tema político o ya están desesperanzados. ¿Qué pasará de aquí a junio? ¿Cuántas variables tendremos para la hipótesis?