Opinión

El discurso del odio es incompatible con una renovación de la izquierda

Por Eduardo Gudynas

Analista en el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES).

El discurso del odio es incompatible con una renovación de la izquierda

Los discursos del odio, que mezclan mentiras e incitan a la violencia, se están convirtiendo en un creciente problema en la política contemporánea. Las retóricas que dividen a la sociedad en dos bandos, donde uno señala al otro como un demonio que debe ser erradicado, no pueden ser minimizados por varias razones.

Comencemos que han sido utilizados por las derechas tanto algunas más viejas, como el fujimorismo en Perú, como por las más nuevas, como ocurre en Brasil con Jair Bolsonaro. Este desplegó esa táctica con intensidad durante su campaña electoral en 2018, buscando generar repulsión, y hasta asco, contra Lula da Silva, el Partido de los Trabajadores (PT) y sus aliados. Se repitieron estrategias empleadas antes por ejemplo por Donald Trump, que incluían estigmatizar al oponente, noticias falsas, un talante racista desde el cual atacaba a negros e indígenas, y fantasías sobre complots internacionales que alimentaban un nacionalismo simplista. Calificando a la oposición política como el “bandidaje” que debía ser eliminado, Bolsonaro logró penetrar en amplios sectores sociales que estaban desilusionados, cansados o irritados con el desempeño de los gobiernos del PT. Ahora, en la disputa electoral 2022, otra vez enfrentado a Lula da Silva, repite el mismo estilo.

Fenómenos como esos han sido sufridos por las izquierdas desde hace largo tiempo. Por un lado, expresaban el odio a personas y clases sociales, como podían ser los obreros, peones rurales, estudiantes o militantes políticos. Por el otro lado, también se atacaban ideas o conceptos, desde qué significa una huelga hasta los contenidos de la justicia social. Pero como siempre es más simple el atajo del ataque, también hay que admitir que hay un progresismo que nutrió, a su manera, retóricas del odio. Un ejemplo de ello son los incendiarios ataques de Diosdado Cabello, un militar y político venezolano que ahora defiende a Nicolás Maduro.

A medida que los debates políticos se simplifican y las ideas escasean, es más sencillo que las disputas deriven hacia burlas y desplantes, luego a denuncias alarmistas sin asidero, para finalmente caer en la retórica del odio. Las redes sociales imprimen otra velocidad y amplificación a esas posturas. De ese modo, en lugar de esgrimir argumentos se construye un mundo dividido entre dos bandos, con amigos y enemigos, fieles y traidores, y así sucesivamente.

Ante esa deriva, puede argumentarse que una política conservadora, y en especial la neoliberal, puede tolerar y utilizar las retóricas del odio, ya que le sirve para varios propósitos. Pero la situación es muy distinta para las izquierdas que deseen renovarse, y salir de sus atascos más recientes. Es que, si realmente hay un propósito de cambio y superación desde la perspectiva de la izquierda, entonces es imposible utilizar y aceptar ese tipo de discursos. Dicho de otro modo, cualquier renovación de las izquierdas debe desterrar esas retóricas.

La grieta

Para dejar más en evidencia las tensiones en ese campo, basta observar lo que ocurre en Argentina. La división en dos bandos, enfrentados entre sí, y separados simbólicamente por lo que los argentinos denominan como “la grieta”, se han alimentado por años (1). Se reproduce la crispación social, sin que se resuelvan los problemas de fondo en ese país, y se alimentan condiciones por las cuales habrá uno o algunos que estén dispuestos a cruzar el umbral de la violencia. Es justamente lo que ocurrió con el reciente atentado contra la vicepresidente Cristina Fernández de Kirchner.

Ante esa situación, el presidente Alberto Fernández volvió a denunciar a los promotores del odio, un latiguillo que emplea desde hace años, diciendo que su tarea era terminar con los “odiadores seriales” (2). Se le sumaron otros políticos kirchneristas de alta jerarquía, pero de un modo que alimentó más la crispación al sostener que el atentado no fue por un “loco suelto” sino que se debería a “tres toneladas de editoriales en diarios, televisión y radios dándole lugar a los discursos violentos” (3). En esos días, algunos simpatizantes de esos grupos reaccionaron en las redes amenazando de muerte u ofreciéndose para asesinar a políticos y periodistas opositores.

Del otro lado de la grieta, inmediatamente recordaban que el hijo de la vicepresidenta, Máximo Kirchner había dicho unos pocos días antes que la oposición estaba viendo “quién mata al primer peronista”. Agregaron que había odiadores pero que estaban en el gobierno y el kirchenirismo, y repitieron sus denuncias sobre corrupción, maniobras e improvisaciones en la gestión pública.

De un lado y otro de esa grieta se acusan mutuamente, cada vez con adjetivos más duros. Periodistas ultraconservadores, como Jorge Fernández Díaz, desde el diario La Nación o radio Mitre lo hacen con una agresividad que sorprende y a por momentos asusta; a los minutos, desde el otro lado de ese abismo, otros periodistas, como Roberto Navarro, responden de modos similares. Cambian los bandos pero las palabras dichas son similares: mentirosos, falsos, corruptos, inútiles, irresponsables, etc. En las calles de Buenos Aires, como pude comprobar personalmente hace unos pocos días atrás, luego del atentado contra la vicepresidenta, la situación es peor: se escuchan a taxistas que desean “eliminar” a todos los piqueteros por considerarlos inútiles, o trabajadores que quisieran “acabar” con toda la “oligarquía” de los “ricachones” porteños. No hay matices, sino demonios de un lado y ángeles del otro. Casi no hay política, sino enfrentamientos. La derecha y extrema derecha crecen aprovechando esas condiciones, y la izquierda más allá del peronismo casi se desvanece. Ensimismados en pelearse, el país se hunde en una severa crisis social y económica.

Está es una dinámica que para muchos no es desconocida, porque bajo las particularidades de cada país, también se la ha observado por ejemplo en Perú o Ecuador, y tal vez con más intensidad en Bolivia.

La renovación necesita de la política

Una renovación de las izquierdas debe observar esas situaciones con atención porque no es inmune a esa deriva. En cualquier país no faltan quienes coqueteen con esas prácticas en las redes sociales; se encontrarán ejemplos de los que lanzan noticias exageradas o erradas, agresivos y despectivos, escondiendo una débil labor política bajo un intenso uso de Twitter, Instagram o Facebook. Además, está el riesgo de que quienes son atacados de ese modo, respondan de la misma manera, o aquellos que imaginan que dividir la sociedad entre buenos y malos puede ser un buen atajo en la captación electoral.

Es esencial para una izquierda que quiera renovarse el evitar caer en esas trampas. La retórica del odio es contraria a mandatos básicos de la una izquierda comprometida con la democracia, la solidaridad y la fraternidad. Cuando cada bando asume tener siempre la razón, y lo que escucha o ve en sus adversarios, siempre es inaceptable, ya no hay política. No se quiere argumentar ni convencer a otros, sino que se busca silenciar o anular enemigos. Sabemos quieren serán los primeros a ser señalados como amenazas: campesinos, indígenas, los pobres en las ciudades, los negros, y así sucesivamente.

Es una retórica que alimenta y al mismo tiempo necesita del temor. Se disemina el miedo, muchas veces basado en historias y fantasías sobre amenazas y acciones de esos enemigos por lo que también desde este otro flanco, se refuerza el querer silenciar, neutralizar o eliminar a otros. Los derechos humanos quedan seriamente amenazados.

Por estas razones, no es posible una renovación política de la izquierda porque la retórica del odio impide no solamente el cambio, sino que anula a la propia política, y por ello, como consecuencia, hace imposible un proyecto que en sus contenidos y mandatos sea de izquierda. Cuando prevalece el odio, ni la argumentación ni la deliberación tienen lugar, ya que el oponente es un enemigo; desaparece la política como una discusión pública. Tampoco pueden haber acercamientos ni terceras posiciones, en tanto ello sería propio de traidores. Se deshumaniza a las personas, se anulan sus diversidades, se denigran otras identidades, se tolera la persecución y la violencia contra los del otro bando, y todo ello se repite una y otra vez hasta que se naturaliza, volviéndose cotidiano. No puede sostenerse una izquierda en tanto no hay política, y la izquierda, a diferencia de posturas como las neoliberales, sólo se constituye si hay política.

Notas

  1. Sobre los sentidos de esa división, ver los ensayos en La grieta. Política, economía y cultura después de 2022, S. Pereyra, G. Vommaro y G.J.Pérez, eds, Biblos, Buenos Aires, 2013.

  2. “Vine aquí a terminar con los odiadores seriales” dijo el Presidente en el Día de la Independencia, Télam, 9 julio 2020, https://www.telam.com.ar/notas/202007/487374-alberto-fernandez-dia-de-la-independencia.html

  3. Wado de Pedro: “No es un loco suelto: son tres toneladas de editoriales en diarios, televisión y radio”, La Nación, 2 setiembre 2022, https://www.lanacion.com.ar/politica/wado-de-pedro-no-es-un-loco-suelto-son-tres-toneladas-de-editoriales-en-diarios-television-y-radio-nid02092022/

  4. Máximo Kirchner: “Ellos están viendo quién mata al primer peronista”, Perfil, 1 setiembre 2022.

:::::: Eduardo Gudynas es investigador en el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES). Su último libro publicado en Perú es “Muy lejos está cerca”, sobre los impactos de la guerra en Ucrania sobre el desarrollo, la globalización y la política en América Latina, editado por RedGE (2022). Redes: @EGudynas Boletín noticias: www.getrevue.co/profile/AccionyReaccion