Opinión

Daño capital

Por Jorge Frisancho

Escritor

Daño capitalFoto: Renzo Salazar / @photo.gec

Un derrame masivo de petróleo es un evento señero por muchas razones, más allá incluso del enorme daño que causa a las comunidades de su entorno y las necesidades tan concretas y apremiantes que genera, reclamando atención inmediata. Su espectacularidad —las abundantes e inapelables imágenes que suscita— sumada a la fundamental importancia de la mercancía que involucra, piedra angular de la economía global y emblema inigualado del valor en nuestros imaginarios, contribuyen a convertir el derrame en un momento de revelación. Es uno de esos escasísimos instantes que rasgan el velo de la ideología y echan una luz clara y concreta sobre aspectos normalmente invisibles de la realidad, permitiéndonos al menos vislumbrar un destello del fondo de las cosas.

Ante desastres tan abrumadores como el que está causando Repsol desde la semana pasada en el litoral peruano, con el derrame de 6,000 barriles de crudo al mar de Ventanilla, ese destello momentáneo puede ensombrecerse pronto por el alto relieve de las primeras urgencias, y en alguna medida está bien que así sea: hay que reaccionar y responder rápido sobre el terreno, con todos los recursos y capacidades que se tenga a disposición y sin escatimar energías. Aun así, no debe perderse por completo de vista ese “fondo de las cosas”. Mantener en él la mirada ayudará, o debería hacerlo, a calibrar la respuesta política a lo sucedido, y en el mediano y largo plazo, esa respuesta será la más significativa. (Hay que recordar siempre, además, que no importa cuán medianos o largos sean los plazos de los que estamos hablando, todos han empezado ya y están corriendo ahora mismo).

Esto tiene que cambiar

En el caso específico de las operaciones petroleras en territorio peruano, lo hecho en estos días por Repsol —el derrame mismo y la conducta posterior de la empresa— ha servido para traer al primer plano y mantener en la agenda realidades que los ecologistas y las comunidades locales conocen bien, pero que en la esfera comunicativa “nacional” no suelen ocupar el espacio que ameritan.

Tanto en el litoral como en la Amazonía, la extracción y procesamiento de hidrocarburos causa daños continuos e irreparables, y sus operadores permanecen mayormente inmunes a las consecuencias. Ese daño y esa impunidad no son la excepción sino la norma de las operaciones extractivas: es así como funciona el sistema. Aunque cada cierto tiempo esto salta a las primeras planas y a la conciencia ciudadana, no es algo que figure como un determinante en los debates —si es que los hay— sobre el manejo y la orientación de nuestra economía, o que moldee nuestras políticas públicas. Es impostergablemente necesario que eso cambie, y quizás los eventos de esta semana (y de las que vienen) abran un resquicio de oportunidad para que tal cambio ocurra.

Al mismo tiempo, el derrame de Repsol tiende una luz áspera sobre las insuficiencias de fiscalización y control del Estado peruano, e incluso su complicidad. Repsol, que ha sido multada previamente varias veces debido a derrames menores al actual pero igualmente dañinos en su escala, operaba sin un plan de contingencia a la altura de la circunstancia, continuó trabajando a pesar del derrame, mintió sobre lo que estaba ocurriendo, miente todavía sobre lo que hizo, se rehusa a asumir la responsabilidad que legal y moralmente le corresponde, y actúa con la prepotente altanería de quien se sabe a salvo de cualquier castigo. Y el hecho es que lo está, o al menos lo ha estado hasta ahora. Y junto a ella lo han estado todas las demás firmas involucradas en el negocio, todas ellas culpables de daños y desastres, en parte porque las protege una bien aceitada maquinaria de engranajes políticos y mediáticos, y en parte también —una parte mayor— porque el Estado lleva décadas embotando el filo de sus instrumentos de control, restándoles recursos y socavando sus capacidades, y permitiendo su captura institucional por intereses privados que niegan los esfuerzos de funcionarios individuales, muchos de los cuales se la juegan en serio, pero pueden poco. Eso también debe cambiar. Hoy el tema está en agenda, y mantenerlo ahí es la única forma de que empiece a hacerlo.

Todo lo anterior sugiere cuál, en mi opinión, debería ser la línea de ataque del gobierno de Pedro Castillo en la presente circunstancia. Y nótese que he escrito ataque, no defensa. Al gobierno le toca, por supuesto, movilizar todos los recursos del Estado peruano para paliar los daños ecológicos y económicos causados por la negligencia de Repsol, brindar ayuda a las numerosas comunidades cuyos modos de vida y subsistencia están en grave riesgo, y asegurarse de que la empresa se haga cargo de lo que ha hecho y pague todo lo que le corresponde pagar. Esas son prioridades y las debe afrontar con celeridad y eficiencia. Pero además de eso, a un gobierno de izquierda que vive bajo el perpetuo chantaje del extractivismo y la demanda de no ahuyentar a “los inversionistas” primario-exportadores, le correspondería también apoyarse en lo que el momento actual revela sobre las realidades materiales y concretas de la operación petrolera para impulsar con agresividad, sistemáticamente, su transformación radical, empezando por la reconstrucción efectiva de la potencia fiscalizadora del Estado y la revisión de sus hábitos y procedimientos de gestión ambiental. Esa es una batalla política y este es el momento —si no, ¿cuál?— de empezar a darla

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No es accidente, es depredación

En última instancia, es eso lo que se revela en aquel “fondo de las cosas” al que me referí antes: la necesidad y la urgencia de esa transformación radical, en un sentido mucho más amplio incluso que el circunscrito a las operaciones petroleras en el Perú. Esa necesidad y esa urgencia son lo que un derrame pone ante nuestros ojos y es de ellas que no debemos desviar la mirada. El daño que causa la conversión de la naturaleza en mercancía no es un accidente; es parte inevitable del sistema. Es la depredación capitalista, y aunque pueda imponérsele medidas temporalmente correctivas, no tiene salida.

En la implacable lógica de la valorización del capital, la naturaleza y los territorios aparecen como externalidades, costos que la actividad productiva ha de mantener a raya, canteras de recursos “libres” para la actividad productiva o, en el mejor de los casos, procesos que pueden y deben incorporarse orgánicamente a “la economía”, tal como por ejemplo el metabolismo de las plantas se incorpora a la agroindustria. “Dominar la naturaleza” en esos términos —es decir, subsumirla bajo el orden económico, como un elemento más en la cadena del valor— ha sido parte fundamental del proyecto capitalista desde sus albores, y lo continúa siendo.

Es, por supuesto, un proyecto absurdo y está destinado a fallar, aunque ciertamente ha sido inmensamente productivo. No se trata solo de que la naturaleza imponga un límite duro e inexpugnable a la actividad humana (a fin de cuentas, es posible imaginar una solución tecnológica a esa constricción); se trata, sobre todo, de que la actividad humana no podrá jamás cerrar su círculo de dominio sobre el mundo natural porque la jerarquía es inversa: la naturaleza no es parte de la economía, la economía es parte de la naturaleza. La relación entre ambas es, como supo Marx, metabólica, y desde el punto de vista de nuestra especie (que, dicho sea de paso, no es el único punto de vista posible sobre la vida en la Tierra), lo que llamamos ecología es en resumidas cuentas el resultado de esa metabolización mutua.

Una contradicción fundamental del capitalismo —una de aquellas que lo vuelven inviable en última instancia, en la vasta extensión del tiempo histórico— es la forma en que constituye esa relación metabólica como una relación de propiedad, o, dicho en otras palabras, la forma en que incorpora la naturaleza a la cadena del valor como objeto apropiable. A partir de ahí, se asume que el mundo natural en su totalidad está inevitablemente sometido a las presiones que operan sobre el proceso económico: su único valor será aquel que contribuya a la reproducción del capital (al “crecimiento”), y mientras el capital se siga reproduciendo, ningún “daño” real habrá sucedido. Pero esa imagen es falsa. El sometimiento de la naturaleza nunca puede ser absoluto, y el daño sucede. Más aún, es acumulativo y exponencial, y tiene un punto crítico más allá del cual ya no habrá más crecimiento, reproducción o valorización, solo colapso.

Se me disculpará el desliz a la teoría. Lo que quiero enfatizar es esto: vistas las cosas desde esa perspectiva, lo que está ocurriendo en nuestro litoral —y ha ocurrido lo mismo muchas veces en el Perú y en el mundo entero— ilumina la voracidad depredadora del sistema, su daño inevitable, e indica uno de los nodos germinales de la lucha socialista en el mundo contemporáneo: confrontar al capital con su contradicción, acumular consensos de resistencia a sus depredaciones, y hacer que pague.

La batalla política peruana que sugerí líneas arriba debería originarse en esa conciencia y guiarse por ella. Le tocaría a un gobierno de izquierda, sugerí también, avanzar en esa ruta a la vez que atiende las urgentes necesidades surgidas del desastre. Un gobierno de izquierda serio y seguro de sus convicciones probablemente empezaría a hacerlo, pero lo cierto es que no es ese el gobierno que tenemos. Está claro, entonces: tenemos que empujarlo a ello.