Opinión

Cuando el agua para riego se convierte en la razón del conflicto

Por Verónica Gavidia

Licenciada en Ciencias Sociales de la Universidad de Milán

Cuando el agua para riego se convierte en la razón del conflictoPresidencia de la República

Desde mediados del siglo pasado, los conflictos sociales en relación a obras de infraestructura de riego han reflejado el fallo de un modelo de gestión pública que no toma en consideración que el Perú es un país multicultural, donde la historia local y la visión campesina indígena recaen en cada causa y consecuencia de los hechos.

La escasez del recurso hídrico para el riego y el potencial de los agronegocios en los valles de la costa peruana han impulsado el diseño de millonarios proyectos de irrigación para represar y gestionar el agua en las cabeceras de cuenca altoandinas, con beneficio hacia las partes bajas y de valle. De este modo, se evita perder el agua en el mar y se deriva el recurso hídrico hacia zonas costeñas eriazas: con potencial agrario y necesidad de riego. Estas obras generarían empleos y crecimiento económico si no fuese porque la mayor parte de ellas no son culminadas. Siendo la causa más común de estas paralizaciones, las tensiones sociales y geográficas por el uso del territorio.

Se trata de obras que inevitablemente presentan obstáculos que no pueden ser resueltos solamente con herramientas técnicas convencionales de ingeniería.

Los actores involucrados y los tomadores de decisiones en las zonas rurales, donde se construye la infraestructura de riego, son personas con intereses, sentimientos y valores, que asumen posiciones en base a expectativas, percepciones e información que no siempre es transparente ni oportuna.

El escenario se resume en un territorio donde se decide construir un gran proyecto de riego, que cuesta cientos de millones de soles, para derivar el agua – elemento sagrado en la cosmovisión andina- hacia zonas históricamente más prósperas de otras regiones costeras, desde un escenario altoandino que sufre la carencia de servicios básicos y la escasez de trabajo remunerado para las generaciones más jóvenes. En este escenario prevalece un sentimiento de abandono y desatención.

Además, el Estudio de Impacto Ambiental (EIA) es elaborado en la fase de inversión (después de 2-3 años de iniciar las visitas de los ingenieros al área en cuestión), dejando de lado el trabajo previo, de acercamiento a la población para recoger opiniones, percepciones e informar detalladamente acerca del proyecto que se quiere realizar.

En este sentido, se niega a los afectados la adecuada explicación sobre el uso de las tierras que han pertenecido a sus antepasados, que son su sustento de cada día y serán la única herencia que dejarán a sus descendientes. El miedo y la incertidumbre por el propio sustento de vida: sus tierras y el agua, acompañan a una óptica campesina por la cual la distribución del agua, por costumbre y acuerdos mutuos, es equitativa, con el fin de practicar la agricultura familiar y de subsistencia.

A esto se suma la agudización de las diferencias, por el aprovechamiento coyuntural de líderes políticos locales que desarrollan una retórica populista en base a esta conducta invasora por parte del Estado y la empresa constructora.

Parece no ser del todo clara la importancia de las personas, de su cultura e historia para el éxito de las “megainversiones” que realiza el Estado.

La poca atención que se ha dado al tema se ve reflejada en la carencia de archivos institucionales, personal a cargo y financiamiento. Esto, a su vez, se ve acentuado por la alta rotación del personal estatal, lo cual no ha permitido dar continuidad a las iniciativas para solucionar las tensiones, atender y resolver los compromisos asumidos, creando desconfianza en las poblaciones y acentuando el descontento social en el marco de las obras de irrigación. Las promesas y compromisos duran lo que dura el funcionario público a cargo.

El contraste de saberes desencadena conflictos, que no encuentran solución en herramientas burocráticas de un sistema público que no responde a la visión andina predominante en la organización societaria de gran parte de los peruanos. Por este motivo, la socialización del proyecto, la intervención social y el buen manejo de las relaciones comunitarias, tomando en cuenta estas características culturales e incluso su idioma; a lo largo del ciclo de inversión, son indispensables para la obtención de la denominada “licencia social” (aprobación implícita y explicita de la población al proyecto). Esto, a su vez, mejoraría la eficiencia de la inversión pública.

Hoy, más que nunca, se necesita fortalecer una mirada estratégicamente multidisciplinaria de la inversión pública. Por un lado, la crisis económica de la pandemia del covid-19 requiere inversión pública y privada, en infraestructura y agricultura, para la creación de puestos de trabajo y recaudación fiscal. Por el otro lado, el cambio climático acentúa la competencia por el agua, por lo que la prevención de los conflictos sociales relacionados al recurso hídrico se vuelve cada vez más importante.

El modelo de gestión pública para proyectos de riego debe reformularse a favor de la incorporación de un componente social, con responsabilidades, metas y presupuesto asignado por el Proyecto en cada etapa para el acercamiento comunitario, que asegure el diálogo, negociación y consenso entre actores involucrados, desde el momento en el que el primer ingeniero visita el campo.

Asimismo, en indispensable la inclusión de un componente de sostenibilidad que asegure la correcta gestión del recurso hídrico, de ese modo de sustentar la rentabilidad de la inversión pública para los usuarios del riego y para todos los peruanos, que pagamos con impuestos dichos grandes proyectos de irrigación, a favor, en la mayoría de casos, de la agricultura de exportación.

Finalmente, otras alternativas a nivel nacional, como el canon hídrico, merecen ser evaluadas. Así también, la cooperación internacional es un buen instrumento para copiar y probar lo que está funcionando en otros países andinos.