Opinión

Cuaderno negro de Almada de Julia Wong

Por Rocío Silva Santisteban
Cuaderno negro de Almada de Julia Wong

Esta novela es la historia de una continuación de abusos, especialmente sexuales, contra los seres más indefensos: las niñas. La historia se inicia en el Handover de Macao, cuando la isla va a “regresar” a la República Popular China, o como le llaman los protagonistas de la novela, “al continente”, pero plantea una elipsis que nos enfrenta a la historia sencilla y cruel de Alicia, tusán peruana nacida en Ichocán, Cajamarca, donde vive y aprende de la vida, hasta que cumple la edad para convertirse en una migrante.

No me sorprende la condición de la Alicia, la protagonista de la novela, porque precisamente conozco a Julia Wong desde hace más de 35 años y sé que uno de los sinos de su vida es la migración. No solo porque su padre, Wong Yen Kuan, migró desde la China a Perú, luego a Macao donde se estableció e inició una fundación que mantiene varias bibliotecas públicas hasta el día de hoy, y ella —por supuesto— estuvo yendo y viniendo muchas veces, acompañándolo, cuidándolo, aprendiendo de ese padre budista y distante. Sino también porque Julia es una viajera, de la forma como lo define Paul Bowles en su famosa novela El cielo protector, “Mientras el turista se apresura por lo general a regresar a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra”. Precisamente Julia se ha desplazado lentamente de Nürtingen, cerca de la selva negra en Alemania, a los rascacielos de Hong Kong, o desde el llano de Guadalajara a esa metrópoli llena de librerías que es Buenos Aires, donde vivió a unas cuadras de la Plaza del Congreso; o desde la arena de los cerros de la señora de Moro de Chepén, su ciudad natal, a las calles empedradas de Lisboa (o de Almada).

El alma de Julia Wong es tan libérrima que no hay posibilidad de quedarse en un solo sitio por mucho tiempo. Si bien es cierto que hoy por hoy, la cultura global nos conecta más y más, eso ha sido demostrado desgarradoramente por la pandemia, pienso que los vínculos de diversidades que teje Julia son bastante diferentes de las narraciones usuales de mundos globalizados. Julia, por ejemplo, es la única persona que conozco que ha hecho el recorrido del Tren Transiberiano, miles de kilómetros desde estación de Yaroslavsky, en Moscú, hasta Vladivostok, cerca del Pacífico, o en su versión transmongoliana, hasta Pekín, pasando por Ulán Bator, capital de Mongolia. Me contó una vez ese recorrido, como si contara que fue a la vuelta de la esquina, con la sencillez y la estupefacción, de quien reconoce lo maravilloso en cada giro de los ejes del tren, en cada curva del camino. Ella, con su “alma de los pies ligeros” solo logra encadenarse a un sitio cuando se sienta a escribir en un cuaderno de tapas negras y bien cocidas. O en una laptop.

Sin duda, los libros de poesía o las novelas, son espacios donde nos encontramos frente a nuestra propia desnudez. En Cuaderno negro de Almada, Julia Wong, muy despacio con el arte de la narradora que sabe lo que toca, nos va despojando de nuestros muros de contención, y cuando amablemente hemos retirado todas nuestras defensas, nos clava la punta de la espada en el centro del corazón.

La historia de Alicia se inicia durante los primeros años que vive con la abuela, años de reconocimiento de un amor extraño, dulce y lejano, severo e hiperprotector, que le enseña permanentemente que lo único importante en la vida es estudiar. El mito “el que estudia triunfa” está fuertemente posicionado en la abuela, mujer que hace muchos cálculos y maneja dinero, pero que es cuasi analfabeta, y que sabe que su nieta necesitará dos cosas importantes para salvarse de su destino: migrar y estudiar. Salir del pequeño, rural y pacífico mundo de Ichocán para poder remontar el mal que se ha instalado en su familia. Alicia ha sido testigo de la esquizofrenia de una madre demasiado joven y entiende que, diga lo que le diga la abuela, ella tendrá que obedecer: “Una abuela es alguien que lo decide todo” (p.34).

Los secretos

Doris Sommer, la profesora de Harvard, nos explica cuando habla de la historia de “Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia”, que una de las formas de controlar al lector/a es decirle que le va a contar un secreto. Para Sommer, esta estrategia, es como abrazar y rechazar, y en esa acción performativa del autor, nos va proponiendo una inmersión total en la profundidad de la literatura. Citando a Nietszche, Sommer señala “la literatura tiene más autoconciencia que otros escritos que confunden los tropos con datos verídicos. El lenguaje no puede afirmar nada de manera absoluta sin admitir que toda afirmación se basa en una mentira colectiva” (Sommer, Abrazos y rechazos, Mex, FCE, p.172).

¿Las calzadas de Macau son una mentira colectiva? Es una pregunta que aparece cuando vamos avanzando en la novela y recorriendo, literalmente, sus veredas. Un personaje plural importante en la novela son los mestres calceteiros o los maestros del empedrado de las veredas y calles de Macao (Macau se señala en toda la novela, a la manera inglesa o portuguesa). Para la protagonista, Alicia, los mestres conocen los secretos de las personas, porque según ella, muchos de los pobladores les piden que debajo de las lajas de piedra escondan algo: un diario, un robo, un secreto. De hecho, ella les pide que escondan para siempre, muchas cosas. Al parecer toda la historia de Alicia guarda secretos tremendos. Pero la forma cómo vamos reconociéndolos pareciera banal: no nos aplastan con su crueldad y perfidia sino que abonan nuestro asombro, y a su vez, nuestra indignación. Por eso calza tan bien la historia contada, casi al desgaire, de Azucena Villaflor, la madre de la Plaza de Mayo desaparecida por el gobierno de Videla y la maldad del Alférez Astiz. Porque precisamente la gran herencia latinoamericana, a pesar de todo, en Alicia y en Julia, es la lucha por la justicia con “Azucena llevaba en su cabeza su pañuelo blanco y su dignidad sin límites” (p.82).

Los secretos de la familia son los que van sedimentando el mal. Hay algo que surge desde mucho más atrás y parece la maldición de la Tía Teresa o de la propia madre. Preferir a un hijo y protegerlo, y al otro, enviarlo al otro lado del ancho mar, es la forma como se inicia el destino negro de la familia Li: con la hambruna en Zhuhai. Alguien lo tiene que purgar para poder romper con la maldición. Pero, mientras tanto, va destruyendo la vida de todos y de todas quienes creen en ella. Y es aquí cuando debemos de hablar del peor de los tabúes: el incesto.

El incesto

Durante la pandemia en la zona de Chontalí, Jaén, Cajamarca, una madre denunció al marido por violar sistemáticamente a su hija. La policía cuando llegó a la casa encontró a la adolescente de 13 años amarrada de unas sogas a la viga del techo, semidesnuda, sobre la cama. Los pobladores de la zona y la policía se escandalizaron, detuvieron al individuo y lo llevaron a la fiscalía. Si le pagó o no al fiscal, no lo sabemos, pero a las pocas horas salió de la cárcel con orden de comparecencia. Regresó a su casa, la de las vigas, y le prendió fuego; los vecinos y la esposa lo encontraron, y lograron detener el incendio. Finalmente le dieron prisión preventiva. La hija tuvo que venir a Lima con una tía para poder soportar el estigma en todo Chontalí. En el Perú, 12 de cada 100 adolescentes están embarazadas, según cifras del INEI al 2021. El año pasado, hubo 791, a menores de 11 a 14 años, y casi 10 menores de 10 años. Obviamente, según nuestras normas legales, todos estos embarazos son productos de violación sexual: un agravante tremendo es que, en un porcentaje bastante alto, los violadores son el padre, los hermanos, tíos, abuelos o familiares cercanos. Durante el confinamiento de la pandemia las cifras subieron. Como sostienen las feministas esta ha sido una pandemia dentro de otra pandemia.

La novela de Julia Wong analiza detenidamente este tema y muestra, con transparencia y sin ningún tipo de oblicuidad, los nudos que van organizando la fragilidad de la víctima. Sin duda, el tema choca a la sensibilidad del lector pero, conforme van narrándose los meandros de la mentalidad de la familia Li, vamos entendiendo cómo mantener el secreto se vuelve una facilidad para los depredadores. La violación y el estupro de niñas no son actos de deseo incontrolable: son actos de poder.

¿Por qué se produce el incesto?

Claude Levi-Strauss en su tesis de doctorado, Las estructuras elementales del parentesco, sostiene que el núcleo duro de la sociedad, de las relaciones sociales y, por lo tanto, del ser social humano es el tabú del incesto. Para Lévi-Strauss, la prohibición del incesto es el único fenómeno que tiene al mismo tiempo una dimensión natural y cultural: está en relación con la naturaleza porque tiene la universalidad de los instintos, y está en relación con la cultura porque presenta el carácter coercitivo de las leyes sociales. Sobre el tabú del incesto se establecen las relaciones de todo orden social. ¿Qué está detrás, en nuestro país, de los altos índices de incestos? Es el poder del macho, es decir, de aquel patriarca que se impone con su abyección y su ansiedad de control, a pesar de que no asume la responsabilidad de la prole. Octavio Paz, en Los hijos de la malinche, sostiene que “El macho hace ‘chingaderas’, es decir, actos imprevistos y que producen la confusión, el horror, la destrucción. Abre el mundo y al abrirlo lo desgarra. El desgarramiento provoca una gran risa siniestra […] El hecho es que el atributo esencial del macho, la fuerza, se manifiesta casi siempre como capacidad de herir, rajar, aniquilar, humillar…” Mientras los secretos se guarden bajo tierra y no se expongan, ante el rostro de todos, el macho continuará ejerciendo su poder y culpando a la víctima.

En la novela, Alicia es el phármakos, es decir, el chivo expiatorio sobre el cual se deben de concentrar todos los odios, todas las infamias, todas las violencias. Pharmakós es, en la cultura griega, aquella persona que debe ser sacrificada a través de un ritual para purgar las tensiones acumuladas durante tiempos especialmente violentos en la polis. El ritual de liberación consistía en una procesión durante la cual el pharmakói era sometido a distintas agresiones: le escupían, insultaban, le golpeaban los genitales con cebollas o higueras y luego, finalmente, era lapidado. Posteriormente, su cadáver era quemado y sus cenizas esparcidas. Para los griegos, la única manera de poder seguir adelante con la convivencia social era sacrificando violentamente al pharmakói para que el Mal sea expulsado de la comunidad.

En este caso, Alicia debería ser sacrificada mil veces, para poder purgar el mal de la familia Li: pero finalmente el Destino da un giro y la familia, en tanto enfermedad en sí misma, se cura por el simple hecho de separar a cada uno de sus miembros. Incluso cuando uno de los miembros intenta purgar al cuerpo de la familia con su propio sacrificio ante la mancha del inicio, del pecado original, no logra cerrar la herida. Es difícil pretender mantener todo bajo la tierra de las calzadas portuguesas especialmente cuando late el corazón con tal fuerza que no es posible dejar de escucharlo, en Macao, en Almada, en Ichocán, en la gruta más profunda.

Alicia nos demuestra que el sacrificio del phármakos es inútil y que, la única manera de cerrarle el paso de la maldición del destino, es con la vida misma. Por eso optar por la vida, por la fotografía, por leer el libro de Joan Fontcuberta, El beso de Judas, fue entender que incluso una traición puede echar a andar la maquinaria de la resurrección: “apretamos el gatillo y matamos lo que vemos con nuestro ojo de Judas, cuando aceptamos que es nuestro filtro personal el que decide qué va a construir la imagen encuadrada” dice Alicia.

Pero en realidad, la historia de Alicia es de alguna manera, la historia de Macau: el tránsito de una nacionalidad a otra, la colonialidad de los portugueses, el espacio cosmopolita cerca de la China continental, la veladura de su niebla, las lucecitas de los casinos, la humillación de los macaenses que escapan de la subalternidad hablando mandarin, cantonés o portugués, y pisando, día a día, los secretos enterrados bajo sus calzadas por los más sencillos obreros, aunque a veces, también los traicionen.