Opinión

Criminalización de la protesta: un paradigma de seguridad inaceptable

Por Edgard Vega

Investigador sobre paz y conflictos en el Centre Delàs d'Estudis per la Pau (Barcelona, España). Máster en Estudios Internacionales de Paz, Conflictos y Desarrollo.

Criminalización de la protesta: un paradigma de seguridad inaceptableFoto © Luisenrrique Becerra | Noticias SER

Hay en Perú, como en muchos otros países latinoamericanos, un peligroso patrón que va marcando tendencia en las fuerzas policiales y en las fuerzas armadas: reprimir y matar a manifestantes decididamente pacíficos cada vez que salen a las calles a ejercer su legítimo derecho a la protesta. Y también la tendencia a justificar sus muertes por medio de la criminalización de la misma. Sobre esto, comparto algunas reflexiones.

Securitizar y criminalizar derechos sociales y civiles como la protesta son praxis habituales del modelo neoliberal arraigado en Perú desde hace tres décadas. Se trata de dos métodos utilizados para sostener un modelo cada vez más insostenible en sociedades tan heterogéneas como la peruana.

Securitización es un término que proviene del mundo de las finanzas en el que un conjunto de bienes se vuelve un valor potencialmente negociable dentro de un mercado organizado y que suponga “riesgo cero” en las inversiones. Pues bien, la securitización migra a la política pública conduciendo a los gobiernos a aplicar medidas extraordinarias que no atenten o pongan en riesgo la “seguridad” en una sociedad.

Claro que la seguridad en sí misma es un derecho humano. Pero ¿qué tipo de seguridad? Solo hay dos a elegir. Una que pone la vida de las personas y los cuidados por encima de cualquier modelo económico: la seguridad humana. Esta tiene una conciencia intercultural e interdependiente, que nos dice que no estamos seguros ni seguras mientras mi vecino o vecina no lo esté. Y otra que es la seguridad enfocada hacia lo militar y jerárquico. Se trata de aquella que nos obliga, en nombre de la seguridad o la paz social, a hipotecar nuestros derechos y libertades hasta el punto de aceptar y convivir con medidas represivas que, además, suponen un peligro para nuestra integridad física y moral.

Perú está pasando por ese proceso de securitización en el que determinados asuntos sociales —las desigualdades que trae la inseguridad económica, las violencias machistas, la criminalidad, los conflictos medioambientales, las migraciones, la inseguridad sanitaria y alimentaria, y hasta la devastadora pandemia— pasan a querer ser resueltos desde el ámbito militar y policial, en vez de ser principalmente atajados y coordinados con mayor presupuesto desde ministerios que realmente conocen las causas de estos asuntos.

No hacerlo así —y securitizar cuestiones medulares que requieren una respuesta de política pública más de corte social y menos jerárquica— da paso a la militarización cuya respuesta es cortoplacista porque los parcha, en lugar de resolverlos.

Y cuando la ciudadanía, vulnerable y cansada, quiere hacer uso de un derecho tan fundamental como el de la protesta para exigir verdaderas soluciones, más sostenibles y justas, se la criminaliza. Simplemente porque la ven como la amenaza desestabilizadora de ese “riesgo cero”. Y se la reprime.

¿El resultado vergonzoso e inaceptable? 159 muertos en 20 años de democracia; incluyendo los dos jóvenes producto de los disparos indiscriminados de perdigones de plomo por parte de la policía en la gran marcha pacífica que tuvo lugar en Lima el pasado 14 de noviembre. Acerca de estas muertes hay mucho que decir. Y tanto por hacer.

El 95% de las muertes se deben a enfrentamientos entre manifestantes y la policía. Se tratan de enfrentamientos en protestas vinculadas a la actividad extractiva y el cuidado del medioambiente. E incluso en algunos se contó con el apoyo de las fuerzas armadas para restaurar el orden público. Ante esto, es fundamental exigir la eliminación, más no la celebración, de los convenios de seguridad firmados entre la policía, los militares y las empresas mineras.

Según informes oficiales de la Defensoría del Pueblo y de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, el período presidencial que más víctimas mortales lleva consigo es el del expresidente Alan García: 80 fallecidos. Además, en su gobierno (2006-2011), se promulgó el Decreto Ley 1095 en el que se permitía el uso excesivo de la fuerza en las protestas. La peor masacre de la historia democrática del Perú, el penoso Baguazo con 52 muertos (policías y nativos incluidos) es el resultado de esa ley.

El gobierno de Ollanta Humala también presenta un número elevado de víctimas mortales: 52 personas muertas. Y permitió el ingreso de militares en los escenarios de protestas sociales con fines disuasorios. Una acción totalmente inconstitucional como la propia ley que le dio origen: la ley 29166 promulgada durante el gobierno de Alan García, que habilita a las fuerzas armadas a asumir el control del orden interno del país.

Hasta el propio Martín Vizcarra, recién vacado, emitió una resolución autorizando la intervención de personal militar para garantizar la seguridad en el puerto de Matarani.

Sí. Es verdad que urge revisar el andamiaje legal que da cobertura al uso de la violencia y la represión que ha sido gestionado por anteriores gobiernos. Esto también implica la supresión de la Ley 31012: Ley de protección policial, o “ley del gatillo fácil”. Una ley, promulgada aprovechando nuestro estado de shock por el covid-19, que elimina el uso proporcional de la fuerza por parte de la policía y de las fuerzas armadas; los exime de responsabilidad penal cuando, “en su función constitucional y en uso de sus armas u otro medio de defensa, en forma reglamentaria cause lesiones o muerte”; y deja el principio de racionalidad a libre interpretación del personal policial y militar.

Pero el problema no desaparecerá solamente eliminando leyes. Se trata de que nos planteemos como país qué tipo de paradigma de seguridad necesitamos realmente. Y sustituir estas políticas securitarias como si fuesen normas de buena gestión en los asuntos públicos, por políticas basadas en la seguridad humana y de cuidados.

En el Perú la securitización ha defendido, policial y militarmente, el negocio y las inversiones de una reducida casta de millonarios empresarios. Ha criminalizado cualquier protesta o manifestación que supusiera un riesgo para la seguridad de los más pudientes. La ha reprimido con violencia gracias a ese principio de racionalidad dejado a la libre interpretación de los cuerpos policiales y militares. Y se ha llegado, incluso, a homenajearles por su actuación.

La represión policial o militar, las muertes, el hostigamiento por parte de la policía, y también los numerosos casos de tortura sexual que sufren las mujeres manifestantes se han convertido en política de Estado. Negar esta realidad y, además, ofrecer más fortalecimiento y modernización de las fuerzas del orden, significa no haber entendido nada de la realidad social ni del momento crítico en el que nos encontramos como país. Es no haberse informado bien de la magnitud del problema. Más aún cuando la mayoría de esas muertes, de esos hostigamientos, de esas torturas sexuales se dan en el interior del país. En los pueblos más recónditos del Perú. Lejos del ojo público. Ignorado por la prensa y la justicia.

Veinte años apostando por medidas securitarias que han conducido a la represión; y las inseguridades se han incrementado. Veinte años matando, y dejando morir. O entendemos que la seguridad tiene que ser humana y, por tanto, compartida; o no será seguridad.