Opinión

Confluencias trágicas

Por Juan Luis Dammert B.

Sociólogo y geográfo

Confluencias trágicasFoto: Presidencia de la República

Al momento de escribir estas líneas, algunos reportes señalan que ya hay más de 20 muertos por las protestas sociales en el país. Esta es una situación trágica y sin justificación: todos los esfuerzos y cálculos políticos deben tener como prioridad que se detenga el derramamiento de sangre entre peruanos.

El estallido social en Perú se explica por varios factores. Algunos son de fondo: una persistente tradición de discriminación social y centralismo; una economía informal extendida que compite en influencia política con el desprestigiado sector corporativo; un sistema político corrupto, híper liberalizado y que ha devenido en anárquico. Todo esto se agudizó durante la pandemia y contribuye al descontento social.

Hay otros factores que tienen que ver con las peculiaridades de la novela política reciente en Perú: los casos Lava Jato y Lava Juez que evidenciaron la corrupción de alto vuelo del establishment neoliberal y la corrupción sistémica de la burocracia judicial, respectivamente; las derrotas ajustadas de Keiko Fujimori y sus consiguientes venganzas parlamentarias; la secuencia vacancia de PPK, disolución del Congreso, pandemia, vacancia de Vizcarra, el intento autoritario de Merino, el rechazo de la población, Sagasti, la elección ajustada de Castillo, los meses del “fraude”, el desastroso gobierno de Castillo y su novelesco final. Es una secuencia muy agotadora para el país, que además de estar harto de los políticos, ha quedado noqueado, contra las cuerdas y vulnerable.

Los grupos que hoy conducen la política son los grupos más radicales, tanto de derecha como de izquierda. Pasó algo inédito en la historia del Perú: la ultraizquierda llegó al poder, tras ganar democráticamente las elecciones. Su gestión del gobierno fue pésima. Parafraseando el principio de Hanlon, nunca quedó claro cuánto había de maldad y cuánto de estupidez. Es posible que la confluencia de grupos de ultraizquierda y pragmatismos dirigenciales no fuera consciente de su ineptitud en la gestión del aparato público. Tal vez sencillamente pensaron que ahora era su turno, que las gestiones pasadas también eran malas y corruptas, y que si los criticaban era porque quienes tradicionalmente estaban en el poder no aceptaban que ahora les tocara a ellos. Y la tercera posibilidad es que sí existía un plan consciente para deteriorar el aparato público, incluyendo la infraestructura del transporte y el aparato de seguridad y represión del Estado. Está claro que el Estado hoy está más desarticulado y peor gestionado que hace pocos años.

Y llegamos a los factores más inmediatos, los de la impactante saga de los últimos días. Es cierto que el gobierno de Castillo venía en franco proceso de deterioro. El entorno que lo había acompañado en sus 18 meses de gobierno estaba fugado, detenido, o colaborando con la justicia en contra del presidente. La mañana del autogolpe, Salatiel Marrufo afirmaba frente a cámaras que le daba dinero en efectivo a Castillo y a su familia.

A pesar del contexto dramático, el anuncio del expresidente fue desconcertante. Castillo había decidido imponerse por la fuerza y concentrar en sus manos todo el poder para conducir un proceso constituyente.

Pero más desconcertante aún fue constatar pocas horas después que, detrás de ese anuncio trascendental, no había ni la más mínima coordinación para su implementación. Un final apropiado a la historia del gobierno, digamos.

La farsa que vino después antecedió la violencia. Dina Boluarte se estrenó en la posición central de la política peruana afirmando que se quedaba hasta el 2026, sosteniendo reuniones con congresistas, tomándose fotos con una frivolidad que linda con el negacionismo, y nombrando un gabinete supuestamente técnico que, a la fecha, ha destacado por su irrelevancia política. En retrospectiva, es evidente que la situación de crispación política no se iba a calmar con la salida de Castillo, menos si esta había ocurrido de una forma tan espectacular. Pero aparentemente Boluarte pensó que el país aceptaría sin más que la descarnada disputa por el poder terminaba con la salida de Castillo y que ahora ella tomaba las riendas del gobierno.

Los grupos que estaban en el gobierno de Castillo, y los sectores que se beneficiaban de él, obviamente no se iban a quedar tranquilos. El golpe a nivel popular, sobre todo rural, también fue muy fuerte. La idea de “el presidente es una persona humilde como yo y ahora gobernamos nosotros” era un pilar del régimen. La sensación de agresión, de arrebato consumado por los opresores de siempre (hoy representados por el Congreso) que recuperaban el poder y lo celebraban, no era fácil de digerir.

Como suele ocurrir en las protestas, se combina la indignación de amplios sectores con las agendas de grupos politizados. El reclamo legítimo confluye con el interés económico y la agenda política conspirativa. La literatura especializada en movimientos sociales (ver, por ejemplo, Tarrow) sabe bien que cuando hay grupos que pierden o ganan poder, y hay un cambio en las estructuras de oportunidades de acceso al poder, afloran los conflictos. Y sabemos también que las personas no salen a exponer su vida en manifestaciones si no tienen una buena razón para hacerlo. La tesis de la manipulación es ridícula, pero los agentes políticos desestabilizadores sí aprovechan hasta donde pueden oportunidades como esta, especialmente cuando hay genuinas expresiones masivas de descontento.

Hay pues una confluencia entre la genuina indignación de algunos grupos con la agenda política de quienes perdieron poder abruptamente. Las redes de ultraizquierda, pero también las redes de las economías informales e ilegales, hoy se movilizan, expresan su descontento y no parecen dispuestas a perder poder. Por ejemplo, el gobierno de Castillo tenía entre sus bases sociales a los mineros informales. Tenía también el respaldo de sectores del magisterio, dirigentes sociales de otros sectores y grupos especialmente radicalizados como el Movadef. La situación actual no se explica por las acciones de grupos radicales molestos por haber perdido poder y dispuestos a recuperarlo, pero esas acciones sí juegan un rol importante en la escalada de violencia.

Las tomas o intentos de tomas de aeropuertos e infraestructura estratégica no son acciones espontáneas por parte de campesinos movilizados. No podemos ser ingenuos. Los grupos más radicales, pequeños pero organizados, son conscientes de que el país está contra las cuerdas y el escenario está abierto. Esta es su oportunidad. En ese río revuelto, el comunicado de México, Argentina, Colombia y Honduras no puede verse como expresión de una desinformación inocente, sino como un cálculo en el tablero político continental.

El estado de emergencia declarado por el gobierno expresa su falta de rumbo y debilidad. Sin estrategia política a la vista, Boluarte no tardó en cederle poder, liderazgo y voz a los militares. Muy posiblemente asustada por el avance de la violencia en las movilizaciones, calculó que la prioridad era poner orden. Y al hacerlo profundizó su carácter decorativo. En la intervención militar, no está claro hasta qué punto hay un plan represivo malvado y hasta qué punto hay incompetencia operativa de fuerzas que no están preparadas para controlar protestas ciudadanas. Pero el hecho es que hay más de 20 muertos y que la responsabilidad política es de la nueva presidenta. Se ha metido en un lío mucho más complicado que el de las firmas en el club departamental Apurímac. El camino de la represión, más aún desde un gobierno débil que crecientemente le cede poder a los militares, no solo es inaceptable por sus costos humanos, sino que será contraproducente: profundizará la crisis y posiblemente fuerce la salida de la presidenta.

Estamos en una nueva fase de la tendencia hacia la agudización de las contradicciones, que es el rumbo al que nos han llevado los políticos más activos en los últimos años. Las agendas maximalistas, del todo o nada, de eliminación política del adversario para hacerse del poder total, están destruyendo al Perú. El sector del Congreso que promovía la vacancia de Castillo no parece interesado en darle una solución a la escalada de violencia. Parece más interesado en su propia permanencia o, más aún, en conducir también el Poder Ejecutivo durante una transición que, como algunos expresan con sinceridad, podría incluir también la intervención de las instituciones electorales.

En suma, un cocktail explosivo, sin solución clara a la vista.

El escenario político cambia rápidamente y el desenlace es incierto. El punto más importante en la agenda es detener el derramamiento de sangre. Identificar y arrestar a quienes organizan y ejecutan los actos ilegales como la toma de aeropuertos, sí, pero sin que esto sea una cacería de brujas (ya parece serlo) y deteniendo la represión militar a civiles que hemos visto estos días, que podría escalar.

Un gobierno cívico-militar para poner “orden” es una pésima alternativa, que podría precarizar aún más la situación y acercarnos a un quiebre democrático en toda regla. Más todavía si un gobierno así defiende, ilegítimamente, los intereses de los sectores radicalizados de la extrema derecha.

Después de más de 20 muertos, un estado de emergencia con allanamientos insólitos a organizaciones como la Confederación Campesina del Perú y una conferencia de prensa con vocería militar, muy probablemente el gobierno de Boluarte ya no tenga viabilidad. Pero lo que vendría con su renuncia podría ser incluso peor, pues podría apostar por la consolidación de uno de los radicalismos en pugna, extendiendo la confrontación y la violencia.

La orientación del nuevo gobierno, expresada en su gabinete de ministros, requiere figuras políticas que puedan conducir, simultáneamente, un diálogo productivo en las regiones movilizadas y una negociación con el Congreso, para pactar términos y tiempos viables para la transición. El gobierno nacional tiene una gran oportunidad de apoyarse en los gobiernos regionales, Defensoría del Pueblo y demás instituciones públicas con presencia subnacional. Miembros de un nuevo gabinete podrían venir de las canteras de la gestión subnacional. Por ejemplo, de entre los gobernadores que están terminando su mandato y han demostrado responsabilidad frente a la crisis.

El país necesita cambiar los términos de la discusión política, alejarse del radicalismo y atender problemas de gestión. El gobierno nacional debe reforzar la cohesión del Estado, colaborando con las instituciones civiles que cerraron filas contra el autogolpe de Castillo. Militarizar el gobierno solo profundizará su debilidad. Hay oportunidad para tejer alianzas y negociar una transición institucional y pacífica.