Opinión

‘Ciudadanía indígena en Puno’, de Annalyda Álvarez Calderón

Por Nicanor Domínguez

Historiador

‘Ciudadanía indígena en Puno’, de Annalyda Álvarez CalderónComposición Noticias SER

Ayer martes se realizó la presentación virtual del libro más reciente sobre historia de Puno, escrito por la historiadora peruana Annalyda Álvarez Calderón Gerbolini. Lleva por título ‘En búsqueda de la ciudadanía indígena: Puno 1900-1930’ (Lima: Fundación Bustamante de la Fuente, 2021). Es la versión revisada de la tesis de doctorado de la autora, presentada en el año 2009 en la Universidad de Stony Brook, en Nueva York, Estados Unidos. El libro tiene unas 300 páginas de texto, está dividido en siete capítulos, incluye una fascinante serie de 13 fotografías de principios del siglo XX, y tiene un utilísimo Índice Onomástico. Por desgracia, no se ha incluido ningún mapa que ayude a las lectoras y lectores a orientarse en la geografía puneña. Como esta edición es de apenas 300 ejemplares, quizás una segunda edición pueda añadir el mapa que se reclama.

El estudio cubre básicamente dos períodos de la historia peruana en perspectiva regional: la época de los gobiernos oligárquicos, regidos principalmente por el Partido Civil, que don Jorge Basadre, nuestro “historiador de la República”, llamó “la República Aristocrática”: es decir, las dos décadas comprendidas entre 1899 y 1919. Sigue luego la dictadura civil del presidente Leguía, entre 1919 y 1930, conocida como “el Oncenio”. Ambos momentos coinciden con el segundo tramo del medio siglo de expansión económica capitalista mundial, que iba a terminar estrepitosamente con la crisis del año 1929 y sus dramáticas repercusiones en la década de 1930: una profunda recesión económica y una gran volatilidad política, al aparecer en el escenario peruano movimientos de izquierda (los partidos aprista y comunista) que exigían cambios profundos en el país.

En el caso del departamento de Puno, este medio siglo de expansión económica hasta 1929 fue sinónimo de exportación de lana de ovinos y de fibra de alpacas, producidas mayormente por grupos campesinos indígenas que soportaron una creciente presión de hacendados y comerciantes --de las ciudades de Puno, Juliaca y Arequipa--, interesados en concentrar en beneficio propio los recursos de pastos, aguas, ganados y mano de obra indígenas. La historia que Annalyda Álvarez Calderón estudia tiene como escenario este contexto socio-económico.

El primer capítulo, “La República y el Indio: los elusivos derechos de las masas rurales en Puno” (pp.27-65), sintetiza admirablemente variados estudios previos, sobre los 40 años finales del siglo XIX, para entender las diversas presiones experimentadas por las comunidades campesinas puneñas, tanto de las provincias norteñas (quechua-hablantes) como de las sureñas (aimara-hablantes). Las disputas legales para proteger, en lo posible, sus tierras de los hacendados y los comerciantes de lanas. Las formas “tradicionales” (de origen colonial) con las que autoridades (civiles y eclesiásticas), e intereses privados, obtenían el trabajo gratuito de los campesinos. El “tributo”, impuesto que el Estado peruano siguió cobrando legalmente hasta 1854, y que desde la época colonial había garantizado la protección de las tierras campesinas (el llamado “pacto tributario”), pero que, una vez abolido, las desprotegía abiertamente. Y, finalmente, la reforma electoral de 1896 (del Partido Demócrata de Piérola y el Civilismo), que impuso como requisito el saber leer y escribir en castellano para ejercer el derecho al voto, lo que dejó a los campesinos fuera del sistema político (porque en el siglo XIX, como contribuyentes, sí habían tenido acceso al sistema electoral de la época). Con estos antecedentes, los campesinos puneños iniciaron en el siglo XX una campaña por obtener una “ciudadanía indígena” que reconociera su derecho a ser parte integrante de la nación peruana.

Los siguientes capítulos 2, 3 y 4, corresponden al accionar ante el Estado de las comunidades y sus representantes indígenas, durante los 20 años de la “República Aristocrática”. Los capítulos 5, 6 y 7 transcurren ya en el “Oncenio” de Leguía. La autora afirma enfáticamente que esta es: “una historia de actores políticos racionales luchando por su inserción en una nación multicultural, actores con estrategias a corto y largo plazo actuando más allá de la violencia” (p.25). Y esto es importante porque, entonces como ahora, los poderes locales descalificaron a las organizaciones campesinas como, entre comillas, “primitivas y atrasadas”. La autora, por el contrario: “Al enfatizar las iniciativas, estrategias, redes y alianzas de los grupos indígenas a nivel local, regional y nacional”, nos muestra “al campesinado puneño como un activo productor de significados” y propuestas, “respondiendo de manera efectiva a [los] cambios políticos y […] [a las] oportunidad[es]” de cada coyuntura en estas tres décadas (p.25).

El capítulo dos, sobre “la emergencia de redes de liderazgo de bases” (pp.67-115), cubre el período inicial de 1900 a 1914. Destaca aquí la historia de las comunidades aimaras del pueblo de Santa Rosa, en la antigua provincia de Chucuito (hoy en la provincia de El Collao), que en octubre de 1901, ante los abusos de sus autoridades locales (gobernadores y subprefectos), y sabiendo que en la ciudad de Puno no serían escuchado, enviaron a tres representantes a la capital, a entrevistarse con el Presidente de la República, el ingeniero y hacendado arequipeño Eduardo López de Romaña. José Antonio Chambilla, Mariano Yllachura y Antonio Chambi fueron los “mensajeros” de las comunidades de Apupata, Orccoyo, Chichillape, Llusta, Ccasani, Sullcanaca, Chocorasi y Puntaperdida. Con ellos se inició un proceso inédito en el Perú republicano, de búsqueda de un diálogo directo con la cúspide del poder político, para lograr la aplicación de la legislación liberal del Estado en beneficio de sus habitantes más marginados, a quienes un lustro antes se les había removido de la ciudadanía.

El capítulo tercero, titulado “Hecho y ficción en la violencia rural organizada” (pp.117-157), analiza las movilizaciones campesinas y los casos de violencia ocurridos en el departamento al crecer la presión de los hacendados sobre las tierras comunales en la década comprendida entre los años 1909 y 1919. Aquí el ejemplo principal es la rebelión de “Rumi Maki” en la provincia de Azángaro en 1915, encabezada por el ex-militar y ex-subprefecto Teodomiro Gutiérrez Cuevas. Es importante resaltar el análisis de los discursos que los hacendados elaboraron sobre las organizaciones y movilizaciones campesinas: “los indios eran amenazantes y salvajes cuando actuaban colectivamente, lastimeros y sumisos cuando estaban solos” (p.95). La autora constata que: “los sectores gamonales reaccionaron con un amplio rango de acusaciones que insistían en la naturaleza violenta del indio, su odio por la raza blanca y su fácil manipulación por elementos externos que los convertía en traidores a la patria. Las acusaciones incluían también referencias a tendencias caníbales, heréticas, milenarias, anarquistas y comunistas. A través de estas acusaciones, el gamonalismo convirtió las pacíficas movilizaciones políticas campesinas en revueltas antiblancos, justificando así oleadas de represión privada y oficial, que produjeron varios incidentes violentos” (p.331).

El capítulo cuarto analiza “el papel de la educación en la política indígena” (pp.150-203), que era el medio para “reinsertarse en la nación”, y que contó con el decidido apoyo de la Iglesia Adventista en Puno. Los dirigentes indígenas, a quienes la autora califica de “intelectuales campesinos”, “apostaban por la educación, puesto que era el camino directo hacia el derecho de voto (limitado a la población alfabeta) y la igualdad política” (p.329).

Los siguientes tres capítulos, como se mencionó, corresponden al “Oncenio” de Leguía, durante la década de 1920. Inicialmente el leguiísmo buscó, para horror de los hacendados de la Sierra peruana, una alianza con los campesinos, reconociendo en la nueva Constitución del año 1920 la existencia legal de las comunidades. Fue el punto más alto de la influencia política del indigenismo, cuando el presidente: “Ansioso por modernizar el país y encontrar una solución definitiva al “problema indígena” […] reconoció tierras comunales, creó organismos oficiales pro-indígenas (la Oficina de Asuntos Indígenas, el Patronato de la Raza Indígena), envió comisiones investigadoras, autorizó --e incluso apoyó-- la creación de una organización nacional para la defensa de los derechos indígenas dirigida por campesinos, el Comité Pro Derecho Indígena Tahuantinsuyo” (pp.330-331). De todo esto trata el capítulo quinto, “La Patria Nueva: alianzas políticas para un nuevo amanecer” (pp.205-251). De la reacción en contra trata el capítulo sexto, “Temores, amenazas y discursos gastados” (pp.253-297), donde la autora “explica cómo las elites locales, regionales y nacionales respondieron a las iniciativas campesinas desarrollando sus propios discursos y estrategias para detener el avance político indígena y romper sus relaciones con el Estado central” (p.25). Insistieron, como puede sospecharse, en el supuesto “primitivismo” indígena.

El último capítulo, “Los legados indígena e indigenista” (pp.299-327), analiza el final de esta alianza entre el Estado y el campesinado, así como las distancias que se fueron desarrollando entre los indigenistas urbanos de clase media en Lima, Puno y otros lugares del Perú --a quienes la autora califica de “mediadores culturales”--, y las dirigencias indígenas campesinas. Aquí resalta el análisis sobre las particularidades del indigenismo puneño, mucho más radical que otras variantes de la época. Los “intelectuales indígenas” de Puno: “Recibieron un apoyo crucial de un sector pragmático y orgánico del movimiento indigenista puneño, que expresó su preocupación por el aumento del abuso y de la tensión social, involucrándose directamente en el duro trabajo diario de los líderes indígenas” (p.331).

En sus conclusiones (pp.329-334), Annalyda Álvarez Calderón afirma que, en el período estudiado: “el discurso político rural creció en coherencia y fuerza basándose en un paquete de demandas que expresaban su necesidad e interés en participar en la construcción de la nación como ciudadanos libres. Su objetivo final no era convertirse en mestizos urbanos, sino mantener su modo de vida y costumbres, asegurando su libre acceso al mercado y su participación en la esfera pública como individuos alfabetizados con consciencia política” (p.331). Es, pues, una historia de lo que actualmente llamamos “multiculturalidad”. ¿Dónde estaríamos hoy si, hace 90 años, este proyecto campesino de alianza con el Estado peruano se hubiera continuado consistentemente?

Sirva esta apretada síntesis para mostrar las principales ideas de la autora de este importante libro. Ya tendremos oportunidad de comentarlas más ampliamente en futuras notas.