Opinión

"Agua"

Por Anahí Barrionuevo

Editora

"Agua"

Esta novela está compuesta por cincuenta capítulos breves, diríamos que de dimensiones y alcances fotográficos, como si se tratara de un álbum. La fotografía es un elemento fuertemente presente en esta primera novela de Lucero de Vivanco, al punto que incluye realmente algunas de ellas.

Los capítulos se distribuyen en tres partes asimétricas. La primera consta de treinta y ocho capítulos, lleva por título “El cronómetro” y se sitúa en Lima entre 1963 y 1980. La segunda parte, subdividida en tres, consta de diez capítulos, se titula “Fines de mundo” y se sitúa entre Santiago y otros lugares, entre 2014 y 2015. Y la tercera parte, el Epílogo, consta de apenas dos capítulos y temporalmente se sitúa aquí y ahora, literalmente. La primera y la segunda parte se inician con una imagen que activa los mecanismos de la memoria; la tercera, con una imagen que determina la memoria y el lenguaje y que, en última instancia, activa el vivir. Pero no adelantemos más.

Con artística racionalidad griega, en el siglo VI a.C., Tales de Mileto, a quien debemos teoremas geométricos que nadie ha podido discutir, consideró que el agua era el elemento fundamental de cuanto existe. Desde entonces, su prestigio —el del agua— no ha disminuido. Lejos de eso, se ha llenado de significaciones. A decir verdad, encontramos ese prestigio también en otras fuentes, inciertamente anteriores o relativamente contemporáneas o escasamente posteriores; o sea que nadie ha logrado datar con precisión. En el primer versículo del Génesis, el libro inicial de la Biblia, la Tanaj o la Torá, ya aparece el agua. Y para hacerse una idea de sus dimensiones ontológicas, figura allí como elemento precedente a la creación. Dios apenas logra crear el cielo y la tierra; en relación con el agua, o las aguas, en cambio, más bien las ordena, las arrima, las encauza, las separa o las reúne, pero no las crea. Es decir, el agua precede a dios.

Lejos de contradecir esta relevancia, la ciencia la ha confirmado. Y parece curioso que hayamos logrado calcular, por ejemplo, que la superficie del planeta cubierta por agua se sitúa en alrededor del 70 por ciento, o que el cuerpo humano la presenta en un 60 por ciento, o que en general se trate del elemento de mayor proporción en toda la biomasa... Casi me da la impresión de que dios andaba un poco flojo en sus tareas, o quizás eso explique que, como lamentaba Vallejo sobre sí mismo, ciertos destinos parezcan trazados en días en que Dios —con mayúscula— estuvo enfermo...

Parece que me voy por las ramas, pero no tanto. No es por gusto que hablo del agua, como es evidente por el título de esta novela; pero tampoco es por gusto que hablo de dios, o de dioses. Porque, solo por señalarlo aquí, los griegos tuvieron también a Hydros, dios primordial, carente de progenitores. El primer capítulo de la novela, en la primera parte, se llama “Cronos” y, por vía del dios griego, alude por igual al tiempo y su medición mediante el artilugio llamado “cronómetro”, como —aunque no lo dice— a la figura paterna de la narradora, que es una nadadora.

Allí empezamos a sumergirnos en la historia y nos enteramos de las demandas del deporte y la competición, de la presión que impone al cuerpo el alto rendimiento, pero sobre todo de la que impone a la mente también la exigencia paterna, la figura deificada desde el título del capítulo. Es ese el punto de partida de un largo viaje al pasado que empieza con el nacimiento de la narradora; el nacimiento que no es otra cosa que emerger de otro líquido, el amniótico. Enseguida se instalan las fotografías y una en particular: los siete hermanos de la narradora, todos mayores que ella, disfrazados de un modo que los identificará en adelante: la gitana, la tirolesa, el capitán de barco, la pirata, el campesino, la mariposa, la tarzana.

Recuerdo la serie norteamericana de fines de los setenta y principios de los ochenta “Ocho son suficiente”, con hijos aportados por ambas partes. En esa serie, más bien edulcorada, la familia era un espacio de diversión y encuentro, a veces de algún conflicto, donde padre y madre —o padrastro y madrastra— daban soporte y contención a las incertidumbres adolescentes de su progenie. En esta novela, si bien arranca con la poderosa y diríamos que “demasiado presente” figura del padre, en la fotografía los progenitores no aparecen; les hijes están solos.

El cine, desde películas como La novicia rebelde, y la televisión, con series como la que mencioné o, peor, como esa otra que se llamaba “Papá lo sabe todo”, y ahora mismo la propaganda de las iglesias en toda su diversidad, nos bombardean constantemente con una imagen idealizada de la familia, retratos recogidos de la tradición judeocristiana, pero en concreto del cristianismo, que la llama incluso “sagrada”. Claro, diríamos a partir de la lectura de Agua, que eso no resulta tan difícil porque Jesús no tuvo hermanos… aunque en los evangelios sí se los mencione colateralmente. Como sea, Lucero de Vivanco no elige esa filiación entroncada con el catolicismo, con su afán sacralizante de la familia, sino que remite en cambio a la mitología griega, que en esto difiere radicalmente de aquella, pues sus dioses conforman todo lo contrario de lo que podríamos llamar “una bonita familia”, mucho menos una “sagrada”. Hay allí padres que matan a sus hijos, como el propio Cronos, o como el padre de este, Urano; hijos que matan a sus padres, como estos mismos; hermanos que se amanceban, como Cronos y Rea, o Urano y Gea; y ya no hablemos de mujeres y hombres violentados… Digamos que son como un Antiguo Testamento, pero en el Olimpo, esa suerte de Hélade de Nunca Jamás, y no en torno a la Medialuna Fértil, Egipto o la península del Sinaí.

Los dioses griegos están humanizados, y no solo en sus temperamentos, o las emociones y sentimientos que los dominan; también en su accionar. Terminan por darnos, con cierta brutalidad, un retrato por completo deslucido del género humano o, más precisamente, de aquello que solemos llamar “la célula básica de la sociedad”. O quizás podría decirse, antes que deslucido, honesto. No hay atisbo de perfección en ellos, a diferencia de lo que ocurre con el cristianismo, que ofrece santidad y pureza en torno a la familia.

Así, en esta primera novela, la autora tanto desacraliza como paganiza ese ecosistema fallido que a menudo es la familia. La muestra, en efecto, semejante al panteón griego. Es un acierto, en esta línea, la representación de las singularidades de cada personaje vinculando sus acciones y su temperamento con las características del disfraz con que aparece en la fotografía que activa la memoria. Como en la mitología griega, donde a cada deidad corresponden unos símbolos, unos artefactos. Sin embargo, esta asociación entre disfraz, temperamento y accionar no siempre es sencilla. Queda claro el vínculo entre la compasión alimenticia y la humildad que orientan al personaje y el disfraz del campesino. No así con el caso de la mariposa, salvo que consideremos, por un lado, la aversión de la narradora hacia los insectos y, por otro, la destructiva voracidad del orden Lepidóptera, incluso de sus especies más bellas. Lancémonos ahora brevemente al agua. El escenario familiar desacralizado que encontramos en esta novela, donde, para decirlo con sencillez, casi ningún títere queda con cabeza, conforma no tanto la piscina de un club con aguas bien cloradas, una pulcra locación de contienda deportiva, sino una suerte de estanque sin oxígeno, donde los peces transitan entre aguas turbias.

Como las de muchas, quizá demasiadas, son pantanosas las aguas de esta familia canónicamente numerosa, aparentemente perfecta, pero repleta de carencias materiales y de otro tipo. Pero en esto la novela tampoco es simple, pues la autora se sirve a la vez de la condición primordial y de la potencia vital del agua que comenté más arriba, como de su naturaleza simbólica purificadora y también de su facultad destructiva, arrasadora y corrosiva de todo cuanto encuentra. Son todas esas características y no una sola las que sobrevuelan —o sobrenadan— la novela.

Los elementos mencionados hasta ahora, es decir, los dioses, el agua, la fotografía y la familia, son el material con que Lucero de Vivanco nos propone surcar las páginas de su novela. Pero quisiera precisar algo más con lo que prometo finalizar, aunque eso me obligue a dejar de lado varios elementos interesantísimos que merecerían comentarse. Será para otra ocasión, en todo caso.

Entonces, ahora sí para terminar, retomo la brevedad de los capítulos y la relación que dicha brevedad guarda con la fotografía. También dije que por ello el libro se compone como una especie de álbum. Este aspecto se complementa, me parece, con las sucesivas reflexiones sobre las palabras y el lenguaje que atraviesan la novela. Creo que la combinación complementaria de estos dos aspectos —la fotografía y el lenguaje— puede conducir a indagaciones interesantes acerca de cómo construimos la memoria, otro componente poderoso de esta novela. Se simula en el relato el mecanismo del recuerdo, donde determinados episodios regresan como flashes que, siendo inconexos, permiten posteriormente establecer un hilo narrativo que nos aproxime al transcurso del pasado. En otras palabras, la memoria es el relato, o solo en el relato se construye y se dimensiona adecuadamente la memoria; solo la palabra le otorga existencia.

Pero también la novela invita a reflexionar sobre el papel que juegan en esa construcción de la memoria los objetos, como de hecho son objetos las fotografías. Me he preguntado si las experiencias traumáticas fracturan la memoria de tal modo que solo sujetándonos de los objetos, de su frágil borde, somos capaces de reconstruir el pasado, que es ceder camino a las palabras; si son ellos, los objetos, las cosas, con su concreción, con su ser palpable, los que nos permiten asomarnos a lo interior; si contra lo que suele decírsenos respecto de la menor importancia de lo material, y en cambio, tal como propone Byung-Chul Han en No cosas, son ellos lo que nos permite abordar y remontar todo eso que nos duele, y así, en última instancia pueden acercarnos cotidianamente al sentido del ser aquí y ahora.

Texto leído en la presentación del libro "Agua", realizada el 27 de abril del 2023 en la Librería "La Rebelde", Barranco.