Opinión

Descentralización a la deriva

Por Lincoln Onofre

Polítólogo

Descentralización a la derivaFoto: Luisenrrique Becerra/Noticias SER

La descentralización fue una apuesta del Estado para que los gobiernos territoriales (regional y local) sean los intermediarios entre el gobierno nacional y la población, y al mismo tiempo promuevan la participación ciudadana en todas sus formas de organización y control social. Por ello, a partir del 2002, se diseñó la estructura política de los gobiernos regionales y se transfirieron competencias, atribuciones y recursos con la finalidad de hacerlos responsables de la planificación territorial. Veinte años después y a la luz de los resultados, pareciera que este proceso fue -en cierto modo- pernicioso y perjudicial para la población dado que no concluyó.

Dicho ello, observamos que las autoridades territoriales (gobernadores y alcaldes) no cumplen la función de ser intermediarios entre la población y el gobierno central, aunque siempre apelan a ese discurso. Las evidencias apuntan a que las agendas de estos actores responden a una visión particular (individual o de un grupo muy reducido), muchas veces en sintonía con los intereses de agentes externos enfocados en aprovechar la rentabilidad que producen determinados recursos u oportunidades antes que en un desarrollo que alcance a las mayorías; ello sin contar los conflictos que existen cuando estos beneficios privados entran en competencia o contradicción, como es el caso del enfrentamiento entre el alcalde de la provincia de Huamanga Juan Carlos Arango y el gobernador regional Wilfredo Oscorima sobre los posibles presupuestos y proyectos vinculados a los juegos bolivarianos. Son estas acciones, sin resultados tangibles y no prioritarias, las que deslegitiman a los gobiernos de turno casi de manera inmediata a su elección.

Por su parte, las organizaciones sociales (y la población), han dejado de sentirse representados por las autoridades territoriales, sobre todo si las demandas constituyen un trabajo de mediano y largo plazo o requieren una atención para la que el gobierno local no está capacitado, aunque esté dentro de sus competencias. En ese escenario las exigencias apuntan directamente al gobierno central, reflejando de este modo que la descentralización no les aporta ningún valor. Las organizaciones consideran que las funciones del gobierno regional y municipal (sobre todo este último) se limitan a la cobertura de determinados servicios básicos, brindados de manera deficiente como el ornato, la seguridad ciudadana, la recolección de residuos sólidos y algunas acciones circunstanciales; lo que además es lo que se ofrece en los discursos electorales desde hace varios años. En esa misma línea abonan las autoridades, mostrando una miopía consciente sobre sus (ir)responsabilidades funcionales, realizando actividades populistas donde se victimizan ante el gobierno central para reclamar mayor presupuesto pero sin capacidad de gestión.

¿Se trata únicamente de un problema de la centralidad estatal? o más bien ¿de una forma de gobernar que reproduce y potencia los vicios de esa centralidad, un modelo de gobierno territorial-autoritario que niega la posibilidad a la participación ciudadana y promoción de una gobernanza real y efectiva, más allá de los formalismos que dicta la norma?

Un repaso por las acciones de las anteriores y actuales autoridades territoriales nos muestra la incoherencia de un lado entre la responsabilidad (normativa), la voluntad y la planificación y, del otro, las demandas, los resultados o el valor público; reproduciendo así los mismos errores de aquella centralidad que tanto se critica; se trata pues de un proceso de recentralización del poder en nuevos actores locales.

Si revisamos la historia de los últimos veinte años, ninguna de las autoridades de turno a nivel regional, provincial o distrital ha liderado un proceso concertado de planificación territorial, una visión compartida y colectiva que recoja los intereses y aspiraciones de la población, de las organizaciones, de los actores. La elaboración de los planes de desarrollo concertado responden a una exigencia del ente rector, el CEPLAN, mas no a un acuerdo o pacto social. Del mismo modo, casos como la “Marca Ayacucho” son iniciativas de un patronato privado que no han logrado insertarse como parte de la identidad local y que tampoco fueron asumidas por el gobierno regional más allá de un acto protocolar y publicitario. Así también, cuando nos remitimos a los actos propios de la celebración del Bicentenario, esta región no tiene una propuesta integral como la hubo en 1974, por ejemplo, para el Sesquicentenario de la Batalla de Ayacucho. Casos como los frustrados teleféricos o el enfrentamiento público entre el gobernador y el alcalde provincial en torno a los juegos bolivarianos tampoco son demandas que nacen desde las bases sociales o desde la necesidad o un problema público; sino más bien responden a iniciativas circunstanciales, absolutamente personales que, a la fecha, no cuentan con un presupuesto.

En ese escenario, tanto la descentralización como la planificación colectiva son procesos y mecanismos de gestión territorial que ninguna autoridad quiere asumir. No la asumen porque eso significa abrir espacio al diálogo, a la participación, al consenso, a la gobernanza; y ese es un terreno peligroso para los intereses de las autoridades de turno y sus aliados; es un terreno desconocido para la manera cómo gobiernan, esa donde la voluntad política cambia cada mañana, es imperativa y se acomoda al oportunismo, las vendettas y la corrupción.

Mientras no diseñemos un futuro colectivo, donde la mayoría de ciudadanos nos sintamos parte de esa visión compartida, no será posible un desarrollo sostenido; continuaremos con esta crisis institucional y con autoridades deslegitimadas. Y además con un conjunto de infraestructuras e intervenciones traslapadas que dificultan resultados tangibles pero benefician los bolsillos de pocos inversionistas interesados en la rentabilidad que ofrece el caos. Y finalmente, con una población cada vez más descontenta y cuestionadora del valor de la democracia, de las instituciones y de este proceso descentralizador.